Simón Pachano
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"Considerando en frío, imparcialmente..."

Invito a que nos apropiemos de la frase de César Vallejo para poner en debate todo lo que debe ser debatido

Idas y vueltas

Julio Cotler: el forastero nativo

6/4/2019

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Dos anotaciones hechas en el prólogo a su libro Clases, Estado y nación retratan el compromiso intelectual que Julio Cotler mantendría durante toda su vida. Corría el año 1978 y Perú, como la mayoría de países latinoamericanos vivía bajo un régimen dictatorial. Pero, a diferencia de las otras, la peruana cautivó y enroló a muchos académicos de izquierda, mientras las otras los perseguían literalmente hasta la muerte. Cotler se pareció más a estos últimos, no por una militancia política, sino por el compromiso intelectual. Eso le valió la deportación. Para bien de las ciencias sociales, el destino fue México, donde tuvo el tiempo y las condiciones necesarias para redondear la obra en la que estaba trabajando.

El libro se publicó a su retorno, aún bajo la dictadura, cuando esta atravesaba el período conocido como la segunda fase. Ya había hecho 
agua el reformismo de Velasco Alvarado y el pesismismo invadía a políticos y académicos que no encontraban explicaciones para un fracaso que añadía un eslabón a la larga cadena de frustraciones que ese país arrastraba por lo menos desde el inicio del siglo XX. Fue ahí en el prólogo de esa edición -que, como todos los prólogos, fue escrito cuando el texto ya iba camino de la imprenta-, donde afirmó, primero, que el proyecto inicial era contar solamente con un capítulo introductorio al estudio de esa dictadura militar de dos fases. Sin embargo, lo que el lector tenía en sus manos era un enorme fresco explicativo del proceso político peruano desde la colonia hasta esos días. Adelantándose a las objeciones que podría provocar esa visión retrospectiva, sostuvo que, a diferencia de otros casos, allí no había "existido un corte histórico desde el siglo XVI que haya significado un momento nuevo y diferente en su formación social". Esa percepción de la continuidad -o de ausencia de ruptura- con el pasado colonial y republicano temprano, sería el eje del análisis. Sin duda, fue lo que le convirtió en un clásico inmediato no solo para la comprensión del caso específico, sino de los países latinoamericanos y especialmente de los andinos, porque anclaba la reflexión acerca del presente en los procesos de largo alcance.

Esa primera anotación expresa la perspectiva que Cotler nunca abandonaría y que le dio solidez a su análisis. Totalmente alejado de las explicaciones teleológicas, para las que la historia está escrita de antemano porque responde a leyes inmutables, su actitud fue la de quien la escudriña para encontrar regularidades y particularidades hasta llegar a las explicaciones. 
Respaldado por esa desacralizada mirada histórica, Julio Cotler fue un agudo observador del presente. Reconoció constantemente su deuda con intelectuales como Jorge Basadre o como el siempre controversial José María Arguedas. Con ello anclaba su reflexión en la preocupación por la construcción del Estado y la nación en unos países que no pudieron -y no han podido todavía- encontrar el camino hacia la integración de sus partes. En la misma línea se situaba su reconocimiento de los esfuerzos de José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre en la política. Todo ello le permitía vencer al escepticismo que predominaba en las explicaciones basadas en la identificación de supuestas características inmanentes de una población heredera del mestizaje. Su formación de antropólogo se enlazó con la vocación de politólogo para producir el texto que, en el lenguaje aún emparentado con el marxismo, apuntaba a explicar los problemas de la "formación social peruana".

La segunda anotación podía haber pasado por un recurso retórico. Con agudeza e ironía declaró que con el libro se proponía encontrar un camino para dejar de ser forastero en su país. Quien la pronunciaba era un académico que pocos años antes había retornado al Perú después de casi una década de estadía en Francia y que pocos meses antes llegó de su exilio. Era también el hijo de inmigrantes moldavos que debieron huir de las barbaridades de la guerra que estaba a las puertas de su pueblo. Era el antropólogo para el que el trabajo de campo de un proyecto específico era la mejor oportunidad para tratar de entender, desde la puna y la selva, la complejidad de un país que empezaba en las afueras de Lima. Era el politólogo, que no podía ser indiferente a los hechos que se sucedían en el día a día de su país y la región. Esa decisión/necesidad de estar ahí, fue un puntal en su compromiso de analizar la realidad inmediata sin instalarse en el ascetismo académico.

El anclaje en la historia y en la realidad presente le convirtieron en referente central para la comprensión de la política peruana. Pero, a la vez, su alejamiento de las pasiones partidistas, su mirada siempre crítica hacia la izquierda y hacia la derecha y su posición de demócrata intransigente le ganaron una fama de pesimista. En realidad, sin que obviara los avances logrados en términos sociales y económicos, su visión del Perú y de América Latina no era la del optimista entusiasta. Estaba totalmente consciente de las dificultades con las que se enfrentaba la construcción de la democracia en nuestros países. No podía pasar por alto los errores de una izquierda voluntarista y una derecha elitista. 


Son inolvidables sus intervenciones en eventos académicos, tanto las que se convertían en cátedras, como las que acogían a la polémica. En unas y otras estaba presente el académico que asentaba el análisis político en una sólida formación y en valores que no podían ser dejados de lado. En todas esas ocasiones, como en todos sus textos escritos, el enemigo a combatir era el dogmatismo. Conocida era su indignación ante las manifestaciones de la visión deductivista-fantasiosa que interpreta los hechos y las decisiones de los actores a partir de teorías transformadas en autos de fe. 

Para todas las personas, inclusive para quienes discrepaban con él -o, más bien, especialmente para esas personas- la conversación con Julio Cotler siempre fue un aprendizaje. En lo personal tengo grabados varios episodios, tanto en el Instituto de Estudios Peruanos -del que fue fundador y director-, como en otros espacios académicos de Ecuador y América Latina. Rescato, entre esas ocasiones, un día de abril del año 2005, cuando veíamos en tiempo real el derrocamiento de un presidente ecuatoriano de nula recordación por parte de
los forajidos, y Julio Cotler barajaba todas las explicaciones posibles. Sin duda, salí de ahí con muchos insumos para comprender el conflicto que se vivía en las calles. Él salió directamente al aeropuerto. En nuestro próximo encuentro refería, con toda la ironía que le caracterizaba, las tres horas que estuvo con todos los pasajeros encerrados en el avión mientras, a pocos metros, en la misma pista, el presidente destituido intentaba abordar un helicóptero. Ninguna experiencia mejor que esa para una persona que dedicó toda su vida a buscar explicaciones para el reino del absurdo.

Con ese libro que sentó precedente en América Latina, con el conjunto de su obra, con la ética académica, Julio Cotler encontró el camino para lograr la excelente combinación de forastero y nativo de América Latina.​
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Petkoff

1/11/2018

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Si se quisiera encontrar un símbolo de la evolución de la izquierda latinoamericana, ese sería Teodoro Petkoff. En su trayectoria individual, desde la acción insurreccional hasta la convicción democrática, se sintetiza el camino seguido por gran parte de esa corriente durante las dos últimas décadas del siglo XX y las dos primeras del presente. 

Después de oír las historias de su militancia, sus fugas y sus primeros cuestionamientos a la ortodoxia de izquierda, lo vi -no puedo decir que lo conocí, porque apenas me limité a escucharlo y a hacerle una sola pregunta- en el Chile de la Unidad Popular. Era el último verano del gobierno de Allende. Debe haber sido diciembre, hacía calor y al pequeño grupo que asistíamos a la reunión nos sobraban las preguntas ante una leyenda viviente, como ya era Petkoff. 

Su formación teórica y su capacidad de análisis del momento político me impresionaron. Ambas iban de la mano, lo que no era y no es hasta ahora algo generalizado en los dirigentes políticos, mucho menos en los que se lanzaron al monte, como era su caso. Es verdad que en la situación chilena de ese momento había un alto número de personas con gran nivel teórico, pero esa enorme capacidad se perdía en el momento de explicar -y explicarse- la situación concreta. La polarización impedía hacer ese enlace. A la distancia de los años, pienso que la crítica que ya en ese momento venía haciendo Petkoff y su visión de conjunto de América Latina eran las claves de esa capacidad.

Más adelante, cuando pude leer su Proceso a la izquierda, me ratifiqué en aquella primera opinión. Ahí estaba el intelectual de izquierda que analizaba su momento, que se insertaba en él como el militante que siempre fue y que peleaba con esas condiciones y con quienes las (mal)interpretaban. Era la puesta al día del camino que ya dejaba entrever en aquella tarde calurosa de Santiago.

Muchos años después nos vimos en otras condiciones, tanto personales como contextuales. Ahí fue cuando lo conocí. Casi sin excepciones, los países latinoamericanos había instaurado regímenes democráticos, las izquierdas (en plural) iban alejándose, algunas sin mayor prisa, de la obnubilación del paraíso terrenal. La evidencia estaba a la mano y si no se la agarraba era porque no se quería hacerlo. Recuerdo las conversaciones al respecto con un Petkoff que se empeñaba en encontrar la ruta por la que se pudiera sacar a esas izquierdas del atolladero en que se habían encerrado durante tantos años. 

De las muchas enseñanzas que saqué de esas conversaciones y de sus intervenciones en foros públicos y en seminarios académicos, destaco las relacionadas con la comunicación. Acostumbrado a la trinchera -en el mejor sentido de esta como espacio de debate-, había encontrado la del periodismo. Ningún lugar y actividad mejor para mantener vivo su enfrentamiento con el dogma, venga éste de donde venga.

En sus últimos años, o más en sus últimas décadas de vida, el dogma estuvo en manos de quienes se apropiaron del nombre de la izquierda para instaurar regímenes de caudillos autoritarios. Esos, que le debían tanto a quien había pensado por ellos, le confinaron al aislamiento en su propia casa. Él nunca calló. Con el tiempo y sus acciones respondió todas las preguntas de esa calurosa tarde del verano sureño.
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¿Qué queda del giro a la izquierda?

9/10/2018

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Este texto fue publicado en el blog www.condistintosacentos.com el 8 de octubre de 2018

¿Qué queda del giro a la izquierda?escrito por Simon Pachano el 8 octubre, 2018 archivada en Ciencia PolíticaLa capacidad de permanencia de los regímenes políticos es una preocupación que la ciencia política contemporánea heredó de la filosofía clásica. Ahora, cuando hay claros indicios de que el ciclo de los gobiernos de izquierda de América Latina llegó a su fin, es pertinente retomarla y preguntarse por el legado que dejan. Es necesario conocer si lograron establecer nuevos regímenes políticos y económicos, cómo fue la propuesta original de gran parte de ellos, o si fortalecieron los que existían previamente. Además, de manera indirecta esta indagación será una vía para encontrar diferencias entre las diversas izquierdas, precisamente en cuanto a los regímenes que dejan después de su respectivo paso por los gobiernos.
La búsqueda de respuestas puede hacerse en varios planos, entre los que se destacan dos. El primero es el de las políticas aplicadas, que apunta fundamentalmente a lo económico y a lo social. Estos fueron los campos en que los gobiernos de ese signo intentaron plasmar su objetivo de justicia social y establecer una dirección claramente contraria a las reformas neoliberales que predominaron en la mayor parte de países durante el ciclo anterior. El segundo es el institucional, referido no tanto a los contenidos de los cambios realizados —que serían materia de otra evaluación—, sino al efecto que ellos han tenido sobre la democracia.
Habiendo transcurrido casi veinte años desde el inicio del giro y considerando que en este se integró un alto número de países latinoamericanos, se puede suponer que sus vestigios deberían ser claramente visibles en ambos planos. Lo que sigue es una invitación a entrar en esa reflexión. En este texto no arribo a conclusiones, pero sí arriesgo alguna hipótesis y ofrezco algunas sugerencias para la investigación en este campo.
Premisa básica: ¿cuántas y cuáles izquierdas?
Para abordar el tema de la herencia tiene sentido retomar la idea de las dos izquierdas que acompañó a este proceso desde su inicio. Pero, es preciso considerar que aquella formulación original se guió principalmente por el criterio de continuidad o ruptura con la ortodoxia económica. Solo en menor medida, y prácticamente como una consecuencia de aquella, aludía a la sujeción a los estándares democráticos. Por ello, llegó a una clasificación dicotómica encerrada bajo parejas antagónicas de izquierdas (radical/moderada, buena/mala, responsable/populista, entre otras). Sin embargo, como se vio con el andar de los años, la situación era más compleja que la reflejada en esas antinomias. Con solo colocar en un mismo nivel como parámetros de análisis a los dos criterios (ortodoxia económica y estándares democráticos), se obtienen por lo menos cuatro clases diferentes. Más casos aparecen cuando se introduce el criterio de gradación en cada una de las dimensiones y muchos más si se añaden otras, como liderazgo, partido, sistema de partidos o poderes presidenciales.
En síntesis, y sin entrar en el complejo debate de las clasificaciones y las tipologías, esto lleva a reconocer la multiplicidad y la heterogeneidad que se encierra en la referencia genérica al giro. A la vez, plantea el problema de definir los límites de la izquierda o, en términos concretos, determinar cuáles países se incluyen y cuáles se dejan fuera. El mayor o menor estiramiento de los criterios de la definición de izquierda ha llevado a listas largas y cortas, respectivamente. Considerando que los objetivos del análisis comparativo exigen evitar el estiramiento, y siguiendo parcialmente a Bobbio (1995), es posible tomar como elemento básico para esa definición el énfasis puesto en la igualdad, que tiene como expresiones concretas el combate a la pobreza y las políticas redistributivas. Esto da como resultado un grupo de 9 países que hicieron el giro: Venezuela (1999-), Chile (2000-2010; 2014-2018), Brasil (2003-2016), Argentina (2003-2015), Uruguay (2005-), Bolivia (2005-hasta la fecha), Nicaragua (2007-hasta la fecha), Ecuador (2006-2016), Paraguay (2008-2012)[1]
La cuantía de la herencia
En el balance general del desempeño socioeconómico, entre 2002 y 2014, todos los gobiernos de izquierda presentaron resultados positivos, tanto en la reducción de la pobreza como en el cierre de la brecha de la desigualdad (CEPAL, 2017: 88). Sin embargo, cabe hacer tres observaciones. La primera es que, la reducción de la pobreza es un resultado compartido por el conjunto de países latinoamericanos, de manera que no puede ser atribuido a la orientación de las políticas de determinados gobiernos. Las cifras y los estudios al respecto demuestran que el factor fundamental fue el crecimiento de las economías derivado del auge de la exportación de las materias primas. Por ello, la reducción o la reversión de la tasa de crecimiento, a partir de 2014 frenó o redujo el ritmo con que se venía reduciendo la incidencia de la pobreza (CEPAL, 2017)[2].
La segunda es que en el cierre de la brecha de la desigualdad sí se encuentran diferencias entre los países que hicieron el giro y los que no lo hicieron. Aunque casi todos presentan avances en el período 2002-2014. En los primeros, la brecha se redujo más rápidamente y en promedio tuvieron distribuciones menos inequitativas que los otros en cada uno de los años considerados[3].
La tercera es que dentro del grupo de los gobiernos de izquierda se presentan diferencias, tanto en la incidencia de la pobreza como en el ritmo de reducción de esta y en la distribución del ingreso y su respectiva tasa de reducción. Por un lado, Brasil, Chile y Uruguay lograron mantener la tendencia previa de reducción de la pobreza en niveles muy cercanos a los que tenía en el período de auge de las exportaciones, mientras que en los otros países de este grupo se estancó (Bolivia, Ecuador) o se revirtió (Argentina, Nicaragua, Paraguay, Venezuela). Con respecto al cierre de la brecha de la desigualdad, la mayor parte de estos países mantuvieron la tendencia a la reducción aún en el período de reducción del crecimiento económico, a un menor ritmo, como se vio antes. Las excepciones fueron Argentina y Nicaragua, que vieron empeorarse la distribución del ingreso.
Esta visión parcial de las realizaciones socioeconómicas de los gobiernos que hicieron el giro lleva a sostener que efectivamente pusieron énfasis en el mejoramiento de las condiciones de vida de la población, en particular del cierre de la brecha de ingreso, lo que tendría correspondencia con los postulados de justicia social que tradicionalmente ha mantenido la izquierda. Pero, no se pueden soslayar las diferencias entre los países. Tanto en la reducción de la pobreza como en el cierre de la brecha del ingreso, Brasil, Chile y Uruguay muestran los mejores desempeños, mientras Argentina, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Venezuela y en menor medida Bolivia presentan una tendencia contraria. Para encontrar explicaciones a esas diferencias es preciso pasar al segundo ámbito, el de lo institucional.
La solidez de la herencia
Evaluar la herencia institucional de los gobiernos que hicieron el giro a la izquierda es más complejo que hacerlo en el plano socioeconómico. El mayor obstáculo no es el de las fuentes a las que se puede acudir, ya que en la actualidad existen varias que aportan información sobre un alto número de indicadores adecuados y ofrecen series de tiempo[4]. El problema se encuentra en la definición misma del objeto de análisis. En lo socioeconómico no cabían dudas, ya que, por su propia condición, los gobiernos de izquierda debían perseguir objetivos básicos de justicia social,  como superación de la pobreza e igualdad y, en consecuencia, la evaluación de su gestión podía hacerse por ese aspecto que la definía. Pero, en lo político-institucional se presenta la disyuntiva de tomar como criterio la ampliación de la capacidad de inclusión del régimen o la instauración de un régimen alternativo. El primer criterio, que consiste en la profundización de la democracia dentro de las condiciones vigentes, puede ser cuestionado por quienes consideran que los objetivos de las izquierdas no pueden alcanzarse dentro de los regímenes democráticos liberales representativos. El segundo, por su parte, solamente abarcaría a los gobiernos que explícitamente plantearon la sustitución o superación de ese régimen, como la denominaron algunos.
Dos razones llevan a dejar de lado este último criterio. En primer lugar, los fines comparativos no pueden alcanzarse con la utilización de una visión restrictiva que solamente se podría aplicar a un grupo de países, que establece una línea divisoria no solamente entre los gobiernos de izquierda y los otros, sino entre los mismos de ese signo. En segundo lugar, los criterios de evaluación de la calidad de la democracia incluyen varios elementos que han sido reivindicaciones tradicionales de las izquierdas, como la inclusión política, la participación, la igualdad ciudadana y el control a los políticos.
Por consiguiente, en el plano institucional, la herencia de los gobiernos de izquierda debe evaluarse en relación a la capacidad del sistema político para garantizar la plena vigencia de los derechos y libertades, procesar el conflicto social, hacer efectiva la participación ciudadana y viabilizar el control de los mandatarios. Para ello, cabe acudir a las mediciones de la calidad de la democracia, que abordan esos aspectos en términos generales, dan cuenta de una situación más compleja que la que se reduce a la diferencia entre dos izquierdas. Así, Uruguay, Costa Rica y Chile cuentan con sólidos estados de derecho, sistemas de controles y balances entre los poderes políticos y alta capacidad de respuesta a las demandas y necesidades de la población (Morlino, 2013; Bertelsmann Stiftung, 2018). Sin embargo, restricciones en el modelo educativo y en la seguridad social constituyen deficiencias en el caso chileno. Por su parte, Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela presentan indicadores satisfactorios en la capacidad de respuesta, lo que es coherente con lo realizado en el ámbito socioeconómico, pero muestran retrocesos en la vigencia del Estado de derecho, separación de poderes y competencia política. En Nicaragua y Venezuela se advierten retrocesos en todos los aspectos, incluida la participación política, contradiciendo la apelación permanente de sus respectivos gobernantes.
Conclusión: una agenda pendiente
Una constatación general es que el conjunto de los países que hicieron el giro tuvieron mejores indicadores socioeconómicos que los que no formaron parte de ese proceso, pero en los resultados políticos la relación es inversa. Se podría decir que se volvió a expresar la vieja ecuación, considerada superada a partir del derrumbe del mundo soviético y de la revaloración de la democracia por parte de la izquierda, que contraponía libertad e igualdad. La presencia de un alto número de países (Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela) que hicieron el giro y que presentan diversos grados de deterioro en la vigencia de los derechos ciudadanos, la división de poderes y el Estado de derecho lleva a una conclusión de ese tipo. Sin embargo, dos de los países que hicieron el giro (Chile y Uruguay) siempre se encuentran entre los tres primeros lugares de los rankings de calidad de la democracia y se debe sobre todo a la alta calificación que obtienen esos factores institucionales.
Por consiguiente, el factor clave que marca las diferencias entre los países del giro y los otros no es el manejo de la economía sino la concepción de la democracia. Con excepción de Venezuela, y en menor medida de Argentina, todos los países que hicieron el giro se mantuvieron dentro de los márgenes de la ortodoxia económica. Los casos de “populismo económico” se restringieron al abultado gasto público, ya que más bien compartieron con los que no hicieron el giro la preocupación por los equilibrios macroeconómicos. Las diferencias de fondo se encuentran en los factores institucionales referidos a la democracia y al Estado de derecho.
Otra constatación es que hay fuertes evidencias para sostener que hubo varios tipos de izquierdas. Pero, también en este caso las diferencias más importantes se encuentran en los aspectos institucionales, especialmente en la vigencia y el fortalecimiento del Estado de derecho y la vigencia plena de los derechos y las libertades. Un hecho adicional y de enorme importancia es que los países que presentan los mejores indicadores en estos aspectos son, a la vez, los que muestran mejores indicadores sociales. El combate a la pobreza y los avances en el cierre de la brecha de la desigualdad parecen tener una estrecha relación con la apertura política y el avance en los derechos civiles. Esta relación, que ha sido destacada por varios autores (Putnam, 1993; Przeworski, 2010;  O´Donnell, 2010), aparece con claridad en la comparación y, según los grados de avance, da lugar a más de dos izquierdas.
Una última constatación es que los países que presentan los mejores indicadores, tanto en lo socioeconómico como en lo institucional comparten varias características de sus sistemas políticos. Tienen sistemas de partidos relativamente consolidados, estados con capacidad para formular y aplicar políticas económicas y sociales redistributivas, sistemas electorales que viabilizan la competencia política y garantizan la alternancia, el control y el balance de los poderes, asimismo cuentan con una institucionalidad adecuada para el procesamiento del conflicto, y a la vez para la toma de decisiones. Por el contrario, donde la oposición fue prácticamente eliminada, los partidos prácticamente desaparecieron, el gobierno no se asentó en un partido sólido (en el mejor de los casos en un movimiento heterogéneo y amorfo) y se redujo a la mínima expresión el equilibro de poderes. Los avances en los dos aspectos considerados tuvieron un ritmo más lento y carecieron de sustentos adecuados para enfrentar la situación económica adversa. En síntesis, los países que contaban previamente con sistemas políticos estables y apropiados para la competencia política, pudieron alcanzar en mayor medida los objetivos de justicia social propios de la izquierda. Seguramente serán también los que puedan dejar una herencia más sólida y durable.
Bibliografía
Alcántara, Manuel. 2016. Los ciclos políticos en América Latina. En Sistema. 242-243, páginas 5-22
Bobbio, Norberto. 1995. Derecha e izquierda. Taurus,  Madrid
Cepal. 2017. Panorama social de América Latina. Cepal,  Santiago de Chile
Levitsky, Steven y Kenneth Roberts (comp.). 2011. The Resurgence of Latin American Left. Johns Hopkins University Press, Baltimore
Morlino, Leonardo. 2013. La calidad de las democracias en América Latina. IDEA-LUISS,  Maryland
O`Donnell, Guillermo. 2010. Democracia, agencia y estado. Prometeo,  Buenos Aires
Przeworski, Adam. 2010. Qué esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno.  Buenos Aires
Putnam, Robert D. 1993. Making Democracy Work. Princeton University Press,  Princeton
Ramos, Hugo. 2017. Nuevas izquierdas y nuevas derechas: debates en torno a la conceptualización de los procesos políticos latinoamericanos recientes. En Tiempos Históricos. 21, páginas 209-231
[1] Siguiendo el criterio mencionado, quedan de lado El Salvador (2009-hasta la fecha) y Guatemala (2008-2012), que sí son incluidos por algunos autores (Levitsky y Roberts, 2011: 2; Alcántara, 2016: 14; Ramos, 2017: 217) Un criterio más riguroso, que considerara el campo de los valores, la ampliación de derechos y políticas de inclusión reduciría aún más el grupo.
[2] El efecto del crecimiento en la reducción de la pobreza y la desigualdad es algo que llama la atención, ya que históricamente no ocurrió así. Son escasos los esfuerzos multidisciplinarios que proporcionan explicaciones satisfactorias.
[3] Los promedios del coeficiente de Gini en los años 2002, 2008, 2014 y 2016 fueron de 0,526, 0,472, 0,454 y 0,440, para los países que hicieron el giro, y de 0,550, 0,511, 0,488 y 0,483 para los que no lo hicieron. Las tasas de reducción de la brecha entre 2002-2008, 2008-2014 y 2014-2016 fueron de -10,4, -3,8 y -3,0 para los que hicieron el giro y de -7,0, -4,5 y -1,1 para los otros.
[4] V-Dem, Freedom House, Berteslmann Stiftung o IDD-Polilat proporcionan información válida para el análisis de las dimensiones políticas institucionales.
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Elección 2017: jugadores y escenarios

17/8/2016

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Sin partidos políticos, las elecciones de febrero de 2017 serán una contienda entre coaliciones (la presidencial) y entre pequeños grupos principalmente de alcance provincial (la legislativa). Como ha venido ocurriendo a lo largo de los últimos diez años, se dibuja una contienda entre correísmo y anticorreísmo. El presidente Correa es el parteaguas y sin duda uno de los dos factores que incidirán de manera determinante en los resultados. Aunque, como se ha visto en ocasiones anteriores, su presencia en la campaña será algo inevitable, sí habrá gran diferencia si lo hace directamente como candidato o solo en apoyo a sus candidatos. El otro factor es lo que pueda suceder en el bando opuesto, esto es, si se conforman una o dos alianzas que agrupen a múltiples grupos de oposición o si estos se presentan aisladamente. 

La combinación de esos dos factores -y considerando los resultados de las elecciones de 2013 y 2014- arroja cuatro escenarios, como se ve en el cuadro adjunto. Cabe destacar que en tres de ellos se avizora como posible la necesidad de la segunda vuelta, mientras solamente en uno sería innecesaria. Por el lado de Alianza País sería imprescindible la candidatura del presidente Correa (así lo exige un proceso basado en el liderazgo personal), mientras por el lado opuesto sería un suicidio colectivo presentar varias candidaturas (como lo demuestra la historia electoral reciente).

A mediados de agosto de 2016, solamente hay dos candidatos prácticamente seguros para la elección presidencial. Guillermo Lasso de Creo y Abdalá Bucaram de Fuerza Ecuador son los únicos que han definido su participación. Aún hay tiempo y hay que tomárselo con calma, parecen decir los demás jugadores potenciales (básicamente, tres coaliciones: Coordinadora Plurinacional de las Izquierdas, Acuerdo Nacional por el Cambio y Unidad). Por tanto, las mediciones de intención de voto no caben en este momento como predictores y tienen solamente un valor muy general en términos de una débil adscripción a una u otra opción.

Más bien, cabe prestar atención a dos líneas de definición (o clivajes) que siempre inciden en la política ecuatoriana y que en esta ocasión tendrán considerable peso. La definición espacial, en términos de izquierda y derecha, así como la implantación regional de las agrupaciones políticas, pueden ofrecer pistas de las potencialidades de las organizaciones políticas. Como se ve en el gráfico, la mayor parte de quienes han saltado a la cancha hasta ahora tienen serias limitaciones en ambas dimensiones. Solamente AP y la Unidad muestran cierta capacidad para sobrepasar las fronteras ideológicas y regionales. Cabe señalar que el gráfico no refleja proporción o dimensión de la votación, sino implantación en cada una de esas dimensiones (las líneas negras -horizontales- expresan el espectro ideológico en que puede moverse cada coalición; las rojas reflejan la potencial ubicación de su votación en términos regionales).
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En el diván político

27/1/2015

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"... mandaremos la cuenta del difamador para que le lleguen 10.000 tuiters (...) lo vamos a identificar para ver si es tan jocoso cuando el mundo sepa quién es"

Me ocurre con frecuencia, como a muchos politólogos, que debo pedir ayuda a la Sociología, más frecuentemente a la Economía y ocasionalmente a la Antropología para explicar algunos hechos propiamente políticos. Aunque soy un defensor de la Ciencia Política, estoy convencido de que los problemas políticos son demasiado complejos para explicarlos desde una sola disciplina. Desde el momento en que hago mía la idea de que la política es el conjunto de interacciones sociales en las que se establecen relaciones de poder, me veo obligado a pedir ayuda a esas otras disciplinas. 

Pero algo muy diferente me ocurre cuando ninguna de estas me entrega los instrumentos adecuados para explicar un gesto, una palabra, una acción de una persona o de un grupo. Me refiero a los fenómenos que no pueden ser comprendidos por las determinaciones de las instituciones, por los intereses de las clases sociales, por los cálculos de los actores o por los vaivenes de la economía. Sé que en estos casos debería acudir a la Psicología, pero tengo una razón poderosa para no hacerlo. Es, simple y llanamente, mi escasa preparación en ese campo. No tengo los instrumentos necesarios para aventurarme en el terreno de la subjetividad, que es un bosque lleno de sentimientos, recuerdos, dolores, pasiones, experiencias procesadas y no procesadas, en fin, de todo aquello que pasa por las neuronas pero también por las glándulas y por las relaciones con los demás. 

No, no tengo la audacia para intentar invadir un terreno que desconozco. Por ello, me declaro incapaz de comprender -y mucho menos de explicar- las razones que tiene una persona dotada de poder para incitar a que se persiga a alguien. Mucho menos si la causa de esa arenga es la difusión de una foto suya, captada cuando hacía compras en un centro comercial. Aunque el poder es un atributo político -y en este caso el personaje es un político-, creo que la búsqueda de explicación rebasa las posibilidades que ofrece la Ciencia Política, incluso cuando esta se apoya en las otras disciplinas. Es el bosque en el que no me atrevo a entrar.
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El Muro y las estatuas

10/11/2014

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En un templado otoño, mientras busco un café en uno de los portales de la plaza central de Hradec Kralove veo las primeras páginas de los diarios checos que destacan como noticia central la conmemoración de la caída del Muro de Berlín. No hace falta entender el idioma (este es un país de idioma infernal y cerveza celestial) para comprender el tono de los artículos. Las fotos del derrocamiento de esa mole de hormigón y de las caras sonrientes de las gentes son casi suficientes.

El resto se entiende por lo que se ve en la vida cotidiana, por la expresión de la gente, por las historias familiares que se funden en la del país. A los veinticinco años, la euforia inicial ha dejado paso a la tranquilidad. Es esa tranquilidad que se adquiere cuando se sabe que no hay alguien respirándole en la nuca ni gobernantes que en nombre del pueblo, de la gente, de los comunes, de los colectivos, considere necesario definir la vida de los otros. 

A un cuarto de siglo de la caída del símbolo más sólido del totalitarismo, me vuelve a la memoria la conversación que tuvimos, unos dos o tres días después de ese hecho, con Jorge Enrique Adoum, el Turco mientras comíamos un cebiche en Quito. A pesar de que la perestroika y la glasnost de Gorbachov anunciaban cambios sustanciales, no se veía un desenlace en tan corto plazo como el que se produjo. Las cosas habían pasado rápidamente y nosotros, como la mayoría de las personas, sólo podíamos hacer una que otra conjetura. La mía, la de ese momento, era que habría que esperar para ver si se producía el derrumbe de las estatuas de Lenin, como lo estaban haciendo en esos momentos con las de Stalin. Asistíamos al fin del ciclo del estalinismo, que no se había cerrado a pesar de los innumerables anuncios al respecto, o se iba más allá y se acababa con el modelo instaurado por el padre del modelo soviético.

Al Turco le gustó la metáfora (menos mal, pasé la prueba con esos rudimentos de preceptiva literaria) y sin duda veía con buenos ojos la posibilidad de que el proceso se detuviera en las primeras estatuas. Él consideraba necesario un cambio, pero le horrorizaba pensar que todo lo que ocurría podía conducir al mundo que siempre cuestionó en su poesía. Por mi parte, debo confesar que no me hacía mucha gracia que de un solo golpe se fuera más allá. Eran los años duros de la guerra fría, cuando estábamos casi obligados a tomar una posición dentro del blanco-negro del mundo. Reagan había terminado su segunda presidencia unos meses antes, a Margareth Thatcher aún le quedaba un año entero por delante, en América Latina reinaba esa mediocridad llamada neoliberalismo y los intentos socialdemócratas -a los que yo apostaba y sigo apostando- eran tan débiles que no dejaban espacio para el optimismo.

La conversación la continuamos entrecortadamente en varias ocasiones, pero ya era casi inútil porque el problema se había resuelto: las estatuas de Lenin habían caído estrepitosamente, primero, silenciosamente, después. Cada nuevo derribo tenía menor trascendencia que el anterior. Stalin y Lenin se fueron juntos.

A la luz de los años, y siguiendo en clave de monólogo la conversación con el Turco, me pregunto si eso era inevitable. Mi respuesta inequívoca, rotunda, es que sí, que era inevitable. Siguiendo la idea generalizada que afirma que Stalin deformó el modelo instaurado por Lenin, se podría decir que en el derrumbe Stalin arrastró a Lenin, ya que los errores y excesos de aquel corrompieron al régimen que estaba destinado a ser el paraíso de los hombres en la tierra (siempre hubo ese lenguaje religioso y machista). Pero, si recordamos que Rosa Luxemburg ya le hizo notar a Lenin que su dictadura del proletariado, con partido único y sin pluralismo político, no era la sociedad pregonada por el socialismo y por la Internacional Proletaria, veremos que el problema viene desde el origen.

No fue Stalin el que arrastró a Lenin, los dos se fueron de la mano. Como habían llegado.
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Poliarquía

5/8/2014

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Uno de los enfrentamientos que caracterizó a la guerra fría fue el que giró en torno a una palabra: democracia. Cada uno de los dos grandes bloques que se formaron en el nuevo mapa político -y que marcarían la historia mundial del siguiente medio siglo- se asumía a sí mismo como democrático. Incluso buena parte de los que conformaban el bloque soviético se denominaron repúblicas democráticas. Los del otro lado no la incluyeron en su nombre propio, pero reivindicaban a su régimen como democrático. Era evidente que esa palabra había alcanzado un alto grado de valoración.

Pero, esa misma valoración la convirtió en una palabra polisémica, esto es, dotada de varios sentidos y sujeta a la interpretación de los diversos sujetos que la utilizaban. Por ello, por ese carácter relativo, estuvo sujeta más a la connotación que a la denotación. Su significado pasó a depender del contexto en que se la utilizaba y de los sujetos que la expresaban. Junto a las batallas tecnológicas propias de la carrera espacial y de las más cruentas escenificadas en los países del Tercer Mundo, a nivel político, diplomático y académico se desarrolló esta otra que no se reducía a lo semántico. Era una batalla política.
 
En ese contexto, al inicio de la década de los setenta, Robert Dahl sentó los cimientos de lo que más adelante sería el complejo edificio de la teoría de la democracia. Curiosamente, aunque su tarea fue identificar los elementos constitutivos de la democracia, prefirió no llamarla de esa manera. Apeló a las raíces del griego antiguo y la denominó poliarquía.  Su justificación para llamarla de esta manera apelaba al carácter excesivamente complejo de la democracia y a su condición de régimen prácticamente inalcanzable, pero se puede suponer que con ello buscaba también evitar el tedioso debate que provenía del enfrentamiento entre las dos visiones predominantes en ese momento. 


El resultado fue una propuesta que sintetizaba (como lo estipula la norma de la parsimonia) los elementos insustituibles de la democracia política o, dicho de otra manera, las condiciones mínimas que deberían concurrir para estructurar un régimen poliárquico. Las libertades de asociación, de expresión, de voto, el derecho a competir por la representación, la existencia de elecciones libres e imparciales, la posibilidad de acceder a fuentes diversas de información y la existencia de instituciones que garanticen que la política de los mandatarios responda a las preferencias de los electores fueron las siete condiciones básicas. 


Un planteamiento tan sencillo como ese reconoce las tres herencias que alimentan a las democracias contemporáneas: el gobierno del pueblo, proveniente de la antigua Grecia, la responsabilidad de los mandatarios junto a la responsabilidad del ciudadano, propios de la tradición republicana y la plena vigencia de las libertades y los derechos, como imaginó el liberalismo en su oposición al absolutismo. Nada más y nada menos, todo ello en un concepto sintético creado por ese politólogo que se despidió en febrero de este año a sus noventa y ocho años.
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La dirección del tiempo

27/11/2013

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En algún momento de la vida dejaron de interesarme los relojes. Esto ocurrió mucho antes de que esos aparatos o algo parecido a ellos se encontraran en todos los rincones donde uno pone la vista. De todas maneras, me pareció una buena explicación retroactiva para mi decisión que uno solamente tenga que mirar una pantalla (de la computadora, de la tablet, del celular), el tablero del auto o los paneles que pueblan las avenidas sin árboles. Si ahí está la hora, apenas con variaciones de minutos de uno a otro reloj, para qué andar con un aparato en la muñeca.

Pero no siempre fue así. Alguna vez me atrapó un interés desmedido por un reloj. Era uno que tenía nombre y apellido, con correa de cuero y unos números romanos en que el 4 no era IV sino IIII. Fue en un aeropuerto y decidí gastarme el equivalente de la mitad de mi ingreso mensual (mi sueldo era bajo y el reloj era caro). Una semana más tarde, ya de vuelta a Quito, alguien me empujó a una piscina, con ropa, zapatos y reloj.Traté de dejar la mano (la derecha, siempre lo he usado en esa aunque no soy zurdo) fuera del agua, pero me resultó imposible. Salí de la piscina y, sin secarme ni quedarme a escuchar las risas de los amigos, me embarqué en el auto y salí a buscar urgentemente una relojería. Encontré una, la única abierta, en un centro comercial. En una media hora el reloj estuvo seco pero yo no me lo podía colocar en la muñeca porque tiritaba mientras le gente me veía con aprensión, que es lo que se merece una persona empapada en unas galerías comerciales.

No deben haber pasado tres semanas de esa experiencia submarina, cuando deslicé un libro sobre una mesa, el libro empujó al reloj y tuve que ir nuevamente al mismo centro comercial. "Felizmente no se ha roto una pieza", me dijo el relojero, y cortó la frase que, un año después deduje que iba a desembocar en una advertencia.

Esta me llegó indirectamente de la boca de un relojero argentino, cuando acudí a él como penúltima posibilidad para salvar la vida del aparato que nuevamente había sufrido otro golpe. Previamente, el señor del centro comercial quiteño se había dado por vencido, entonces fue cuando decidí aprovechar cualquier viaje para buscar arreglo. No tuve éxito ni en Puerto Rico ni en Lima, hasta que en el centro de Buenos Aires un señor canoso, de edad indefinida como corresponde a quien trabaja con el tiempo, en forma de pregunta me lanzó la advertencia que no me había hecho el ecuatoriano: "Decime, ¿te lo compraste o te lo regalaron?" No fue necesario que dijera algo más. 

La última etapa comenzó en el cuarto piso de un edificio del centro de Santiago, al que se llegaba por medio de un ascensor con palanca y ascensorista. Después de una semana de diagnóstico, me pidieron autorización para conseguir el repuesto en Europa. Dejé el recibo a cargo de mi amigo Pepe por si algún rato se daba una vuelta por el centro y podía pasarse por ahí. Las dos veces que él preguntó le dijeron que el repuesto tardaría en llegar. En mi siguiente viaje, seguramente dos años más tarde, estaban el mismo ascensor y el mismo ascensorista, pero en la relojería funcionaba ahora un estudio de abogados en donde cambiaban dólares. Aparte de una buena cotización por el cambio, me dieron la nueva dirección de la relojería, en Providencia. "Sí, sabemos que aquí estuvo una relojería, pero nosotros llevamos ya más de un año y no sabemos a donde se fue", dijo la recepcionista de una agencia de publicidad que tenía un enorme reloj digital a sus espaldas.

Me di cuenta de que, literalmente, había perdido el tiempo.

Hace poco, un par de décadas después de ese largo episodio, decidí recuperar las horas, los días, las semanas y los años que se me fueron en todo eso. Llegué a la conclusión de que la única manera de hacerlo era comprando un reloj. Como corresponde a un objetivo de esa naturaleza, tenía que ser uno que me permitiera recuperar el tiempo perdido. Encontré uno que camina en sentido inverso (counter-clockwise dirían los gringos, tan prácticos ellos), por supuesto con los números en un orden que corresponde a esa dirección de las manecillas y sin nombre ni apellidos. Para disléxicos, dicen algunas personas, para árabes o judíos, dicen otras. Para cambiar la dirección del tiempo, digo yo. 



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Carne de res

18/11/2013

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Nunca he podido entender las coincidencias. Los hechos se producen por aquí y por allá, sin conexión entre ellos, pero hay algo que los une y allí están todos juntos.

Episodio I

Ya son varios meses que los neologismos femicidio y feminicidio han tomado carta de naturalización en nuestro lenguaje cotidiano. Se los encuentra en las primeras páginas de los periódicos, que recogen los frecuentes asesinatos a mujeres, y en las declaraciones de alguna organización femenina que aún cree necesario tener voz propia. La importancia de ambos términos se hizo evidente en el debate sobre el Código Penal, con la propuesta de utilizarlos para configurar el asesinato a una mujer como un tipo específico de delito cuando es motivado por su condición de mujer. No sé en qué terminó el debate, si se logró ese objetivo o si quedó al margen, como ocurrió con el aborto en casos de violación, pero lo cierto es que con todo esto salió a la luz un problema que tiene enormes dimensiones en nuestro país (y en buena parte de América Latina). Está claro que la violencia contra la mujer, que llega a niveles tan dramáticos como es la muerte de decenas de ellas, no es algo aislado sino que tiene profundas raíces culturales en nuestra sociedad. 

Episodio II

En Colombia, una mujer denuncia haber sido violada en el estacionamiento del restaurante Andrés carne de res. El dueño del local, un señor Jaramillo, argumenta: “Estudiemos qué pasa con una niña de 20 años que llega con sus amigas, que es dejada por su padre a la buena de Dios. Llega vestida con un sobretodo y debajo tiene una minifalda, pues a qué está jugando. Para que ella, después de excomulgar pecados con el padre, diga que la violaron”. Vale decir, una mujer merece ser violada por la forma en que se viste o por la manera en que actúa.  Andrés, nuestro cuerpo no es carne de res, fue la consigna de las mujeres que, vistiendo minifaldas, protestaron frente al restaurante. 

Episodio III

En marzo del presente año, la Secretaría de Comunicación del gobierno nacional emitió un spot en el que una mujer joven, vestida de la manera a la que alude el señor de la carne de res, toma varios tragos y baila alegremente en un sitio público. Al salir se sube al auto de unos desconocidos, mientras la infaltable voz en off sentencia "El consumo excesivo de alcohol puede quitarte el control de tu vida" para terminar con un admonitorio "Reacciona Ecuador". La potencial violación de la joven es, entonces, de su entera responsabilidad.

Episodio IV

En su espectáculo de los sábados, en medio de los insultos y de las descalificaciones, el líder disfruta haciendo chistes. Deben ser muy buenos o debe sintonizar perfectamente con los valores del público que asiste a ese acto, porque éste (compuesto por hombres y mujeres) los celebra con entusiasmo cuando los escucha. Así fue el sábado 16 de noviembre. Cuando ya terminaba la función, improvisó un karaoke con la canción La quiero a morir, pero la abandonó a la segunda o tercera línea porque le vino a la memoria el chiste. En términos casi textuales dijo que esta es la canción del novio, porque la del casado es la quiero matar. 

Epílogo

No, nunca he podido entender las coincidencias. Será seguramente porque estoy equivocado al creer que son simples coincidencias. 
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El único juego en la ciudad

2/10/2013

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Hay una generación de politólogos que puede ser considerada como la de los padres fundadores de la Ciencia Política o, quizás ya a esta altura, la de los abuelos de esta disciplina. Son académicos que nacieron entre la segunda y la tercera décadas del siglo XX y que, por tanto, algunos de ellos bordean la centena de años mientras los más jóvenes de ellos superan los ochenta (pongo énfasis en lo de más jóvenes, porque una de las cualidades de todos ellos ha sido mantenerse en esa condición más allá de la edad cronológica).

Robert Dahl (1915), David Easton (1917) Maurice Duverger (1917), Kenneth Arrow (1921), Giovanni Sartori (1924) forman parte de ese grupo que ahora ha perdido a Juan J. Linz (1926), uno de sus más lúcidos integrantes. Es la misma generación a la que pertenecieron Seymour Martin Lipset, Norberto Bobbio, Albert Hirschman y David Apter. Sin esa generación, sin sus diversos acercamientos y perspectivas, la Ciencia Política no sería lo que es ahora.

Linz puso sobre la mesa y desentrañó temas que ahora son puntales para comprender la política.  Las causas por las que quiebran las democracias, las características de los regímenes autoritarios y sus diferencias con los sistemas totalitarios, los peligros del presidencialismo, las transiciones a la democracia y el debate conceptual sobre estas últimas, son algunos de esos temas, que ahora se encuentran recopilados en sus obras escogidas publicadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de España.

Una de sus esperanzas era que en América Latina se discutiera seriamente acerca de los efectos (negativos) del régimen presidencial. Con esa ilusión vino a Ecuador cuando fue invitado para conversar con los integrantes de la Asamblea Constituyente del año 1998. Un solo asambleísta se hizo cargo de ese tema y presentó una propuesta para establecer un régimen semiparlamentario. No hubo debate, nadie se interesó o, más claramente, nadie entendió por dónde iba el asunto. Tanto no entendieron, que en la siguiente Asamblea Constituyente (2008), profundizaron los vicios del presidencialismo. (Esto da material para reflexionar sobre la relación entre la academia y la política, pero mejor no entrar en ese terreno por el momento).

Enemigo de las definiciones sintéticas y partidario de la argumentación fundamentada, sin embargo definió a la democracia como "el único juego en la ciudad" (the only game in town). En esas seis palabras (cinco en inglés) está contenida la legitimidad de las instituciones, percibidas como las únicas posibles por parte de la ciudadanía. Pero está también el respeto a ellas por parte de los gobernantes. Y está la observancia de las reglas por parte de la oposición. En definitiva, es la visión de la democracia como un orden construido en conjunto.

La argumentación que lleva a esa breve definición habría sido suficiente para valorar la herencia que deja Juan J. Linz. Pero su legado es mucho más rico y cuantioso.
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    Simón Pachano. Politólogo

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