Mi intención es que el análisis se imponga a la opinión. No siempre lo consigo, pero que quede constancia de mi voluntad.
El lunes de esta semana...
Política y dinero
La propuesta presidencial para eliminar la asignación de recursos públicos para las campañas electorales pasó el filtro de la Corte Constitucional. La votación dentro de ese organismo fue muy ajustada, con cinco votos a favor y cuatro salvados (que, en la práctica, son en contra). Este es un dato para tener en cuenta, ya que expresa lo controversial y complicado del tema en el plano jurídico y anticipa lo que será el debate en el ámbito legislativo. Lo que viene ahora es la disputa política, que estará revestida de legalismos y apelaciones insustanciales.
El escenario en que se desarrollará ese tira y afloja no es el más adecuado para llegar a una solución que signifique el fortalecimiento de dos de los componentes básicos de la democracia, como son los partidos políticos y las elecciones. No lo es porque, al realizarse en medio de una campaña electoral, será imposible que su tratamiento pueda librarse de la polarización y de los cálculos de corto plazo. Tanto el presidente como la mayoría de los asambleístas ya están actuando como candidatos en esa campaña y este asunto los anclará más en esa condición. Si en los escasos momentos en que no rigen los cálculos electorales es poco o nada lo que se puede esperar de ellos, es una ingenuidad suponer que puedan estructurar un debate orientado por objetivos de mediano y largo alcance.
En sí misma, la propuesta presidencial tiene un tufo electoral inconfundible, ya que es una manera muy hábil de deslizarse en la cresta de la ola de la antipolítica. El rechazo a los partidos, alimentado desde no pocos medios y sobre todo desde las hepáticas redes sociales, es un sentimiento que atraviesa a todo el espectro de votantes. No se necesita ser un gurú de campañas para sostener que, si llegara a someterse a consulta, la respuesta afirmativa estaría muy cerca de la totalidad de los votos válidos. No será un voto basado en el análisis del papel que deben desempeñar los partidos en un régimen democrático, mucho menos en la consideración de los efectos prácticos que tendría esa medida. La propuesta apela a esa parte emocional de nuestro comportamiento que no sopesa las consecuencias.
En caso de aprobarse, esta reforma obviamente afectaría a las organizaciones políticas, pero la mayor incidencia se observaría en dos aspectos de importancia. El primero es el reforzamiento de la presencia de los dineros sucios en las campañas. Si estos ya participan en el juego electoral, con la eliminación de la barrera actualmente existente tendrían vía libre para colocar a sus candidatos y copar el Estado. A esto se añade el incremento del número de asambleístas provinciales determinado por el crecimiento poblacional, lo que hará más difícil seguir la ruta del dinero. El segundo aspecto es el efecto que tendría en la ley electoral. Al eliminarse el artículo referido al financiamiento estatal, automáticamente quedarían sin efecto todos los artículos relacionados con ese tema. Sería una prolongación de la reiterada costumbre de ir llenando de parches a la ley, con el resultado ya conocido de convertirla en un conjunto de disposiciones contradictorias que pavimentan el camino hacia la trampa.
La política necesita dinero y la ley actual establece los procedimientos para controlar su origen y destino. Hay que aplicarlos y no eliminarlos, como sucedería con la propuesta.
Política y dinero
La propuesta presidencial para eliminar la asignación de recursos públicos para las campañas electorales pasó el filtro de la Corte Constitucional. La votación dentro de ese organismo fue muy ajustada, con cinco votos a favor y cuatro salvados (que, en la práctica, son en contra). Este es un dato para tener en cuenta, ya que expresa lo controversial y complicado del tema en el plano jurídico y anticipa lo que será el debate en el ámbito legislativo. Lo que viene ahora es la disputa política, que estará revestida de legalismos y apelaciones insustanciales.
El escenario en que se desarrollará ese tira y afloja no es el más adecuado para llegar a una solución que signifique el fortalecimiento de dos de los componentes básicos de la democracia, como son los partidos políticos y las elecciones. No lo es porque, al realizarse en medio de una campaña electoral, será imposible que su tratamiento pueda librarse de la polarización y de los cálculos de corto plazo. Tanto el presidente como la mayoría de los asambleístas ya están actuando como candidatos en esa campaña y este asunto los anclará más en esa condición. Si en los escasos momentos en que no rigen los cálculos electorales es poco o nada lo que se puede esperar de ellos, es una ingenuidad suponer que puedan estructurar un debate orientado por objetivos de mediano y largo alcance.
En sí misma, la propuesta presidencial tiene un tufo electoral inconfundible, ya que es una manera muy hábil de deslizarse en la cresta de la ola de la antipolítica. El rechazo a los partidos, alimentado desde no pocos medios y sobre todo desde las hepáticas redes sociales, es un sentimiento que atraviesa a todo el espectro de votantes. No se necesita ser un gurú de campañas para sostener que, si llegara a someterse a consulta, la respuesta afirmativa estaría muy cerca de la totalidad de los votos válidos. No será un voto basado en el análisis del papel que deben desempeñar los partidos en un régimen democrático, mucho menos en la consideración de los efectos prácticos que tendría esa medida. La propuesta apela a esa parte emocional de nuestro comportamiento que no sopesa las consecuencias.
En caso de aprobarse, esta reforma obviamente afectaría a las organizaciones políticas, pero la mayor incidencia se observaría en dos aspectos de importancia. El primero es el reforzamiento de la presencia de los dineros sucios en las campañas. Si estos ya participan en el juego electoral, con la eliminación de la barrera actualmente existente tendrían vía libre para colocar a sus candidatos y copar el Estado. A esto se añade el incremento del número de asambleístas provinciales determinado por el crecimiento poblacional, lo que hará más difícil seguir la ruta del dinero. El segundo aspecto es el efecto que tendría en la ley electoral. Al eliminarse el artículo referido al financiamiento estatal, automáticamente quedarían sin efecto todos los artículos relacionados con ese tema. Sería una prolongación de la reiterada costumbre de ir llenando de parches a la ley, con el resultado ya conocido de convertirla en un conjunto de disposiciones contradictorias que pavimentan el camino hacia la trampa.
La política necesita dinero y la ley actual establece los procedimientos para controlar su origen y destino. Hay que aplicarlos y no eliminarlos, como sucedería con la propuesta.
... y el de la semana pasada
Aborto constitucional
El sábado se cumplieron dos tercios del periodo presidencial y legislativo. Por lo menos dos de los seis meses que faltan para completar el tiempo para el que fueron elegidos, los asambleístas estarán dedicados a la campaña por la reelección de la mayoría de ellos y seguramente ocuparán un mes más en los reclamos y rabietas por los resultados. Si el presidente de la República lograra pasar a la segunda vuelta debería ocupar alrededor de cinco meses a esos asuntos. Además de los números, que son preocupantes por la inestabilidad que reflejan, hay que considerar que en ambos casos no hay claridad sobre sus reemplazos. En la Asamblea hay un enredo porque en la práctica desaparecerá temporalmente el CAL y quedará a cargo una presidenta que no podrá tomar ninguna decisión. En el Ejecutivo el problema es mayor, ya que cualquiera que sea la decisión que se imponga para poner fin al enfrentamiento entre el presidente y su vicepresidenta será muy negativa para el país.
Ya se ha dicho mucho sobre este último tema, pero cabe reiterar que solamente hay dos salidas posibles. La primera es la aplicación de la disposición constitucional que establece el encargo temporal de la Presidencia a la vicepresidenta. Es verdad que esto podría abrir un periodo azaroso para el país, pero es el precio que se debe pagar, en el marco de un Estado de derecho, por la improvisación que hubo en la selección de ella como candidata. La otra salida es la imposición de una persona que proviene de un procedimiento inconstitucional, lo que añadiría elasticidad a la plastilina institucional que tenemos por lo menos desde que le impidieron asumir a Rosalía Arteaga.
El problema de los meses de acefalía de los dos poderes políticos del Estado es un buen motivo para pensar seriamente en una reforma constitucional que elimine la novelería de la llamada “muerte cruzada”. Esta primera experiencia de su aplicación debería servirnos de lección para hacerlo. Cuando se la discutía en Montecristi, desde varios espacios se les advirtió sobre la inseguridad que produciría. Habría que oír si, ahora, con toda la evidencia frente a sus ojos uno de sus autores mantiene su argumento de que la ponían ahí para que no fuera aplicada ni por el presidente ni por los asambleístas, vale decir, como una amenaza. Esta se cumplió y por ello vivimos este periodo de inestabilidad que, como en una mala obra de teatro, tiene su origen constitucional.
Como no podía ser de otra manera hemos debido soportar a un Gobierno y a un Legislativo temporales o pasajeros que pusieron por delante sus respectivas campañas electorales. Era el contexto ideal para sustituir con medidas tramposas y con cálculos de cortísimos plazos sus deberes de gobernar y legislar. Con una historia de irregularidades e inestabilidad, alimentada por novelerías como la del recorte de los mandatos, no se podían esperar resultados diferentes. Tampoco se puede suponer que algo pueda cambiar durante los escasos días que les van a quedar para cumplir sus funciones. Y lo más grave es que lo que se avizora para el siguiente periodo no será diferente. Seguiremos no solamente con la misma Constitución que está hecha para parir situaciones de este tipo, sino que serán las mismas comadronas quienes se encargarán del alumbramiento, que en realidad es un aborto.
Aborto constitucional
El sábado se cumplieron dos tercios del periodo presidencial y legislativo. Por lo menos dos de los seis meses que faltan para completar el tiempo para el que fueron elegidos, los asambleístas estarán dedicados a la campaña por la reelección de la mayoría de ellos y seguramente ocuparán un mes más en los reclamos y rabietas por los resultados. Si el presidente de la República lograra pasar a la segunda vuelta debería ocupar alrededor de cinco meses a esos asuntos. Además de los números, que son preocupantes por la inestabilidad que reflejan, hay que considerar que en ambos casos no hay claridad sobre sus reemplazos. En la Asamblea hay un enredo porque en la práctica desaparecerá temporalmente el CAL y quedará a cargo una presidenta que no podrá tomar ninguna decisión. En el Ejecutivo el problema es mayor, ya que cualquiera que sea la decisión que se imponga para poner fin al enfrentamiento entre el presidente y su vicepresidenta será muy negativa para el país.
Ya se ha dicho mucho sobre este último tema, pero cabe reiterar que solamente hay dos salidas posibles. La primera es la aplicación de la disposición constitucional que establece el encargo temporal de la Presidencia a la vicepresidenta. Es verdad que esto podría abrir un periodo azaroso para el país, pero es el precio que se debe pagar, en el marco de un Estado de derecho, por la improvisación que hubo en la selección de ella como candidata. La otra salida es la imposición de una persona que proviene de un procedimiento inconstitucional, lo que añadiría elasticidad a la plastilina institucional que tenemos por lo menos desde que le impidieron asumir a Rosalía Arteaga.
El problema de los meses de acefalía de los dos poderes políticos del Estado es un buen motivo para pensar seriamente en una reforma constitucional que elimine la novelería de la llamada “muerte cruzada”. Esta primera experiencia de su aplicación debería servirnos de lección para hacerlo. Cuando se la discutía en Montecristi, desde varios espacios se les advirtió sobre la inseguridad que produciría. Habría que oír si, ahora, con toda la evidencia frente a sus ojos uno de sus autores mantiene su argumento de que la ponían ahí para que no fuera aplicada ni por el presidente ni por los asambleístas, vale decir, como una amenaza. Esta se cumplió y por ello vivimos este periodo de inestabilidad que, como en una mala obra de teatro, tiene su origen constitucional.
Como no podía ser de otra manera hemos debido soportar a un Gobierno y a un Legislativo temporales o pasajeros que pusieron por delante sus respectivas campañas electorales. Era el contexto ideal para sustituir con medidas tramposas y con cálculos de cortísimos plazos sus deberes de gobernar y legislar. Con una historia de irregularidades e inestabilidad, alimentada por novelerías como la del recorte de los mandatos, no se podían esperar resultados diferentes. Tampoco se puede suponer que algo pueda cambiar durante los escasos días que les van a quedar para cumplir sus funciones. Y lo más grave es que lo que se avizora para el siguiente periodo no será diferente. Seguiremos no solamente con la misma Constitución que está hecha para parir situaciones de este tipo, sino que serán las mismas comadronas quienes se encargarán del alumbramiento, que en realidad es un aborto.