Mi intención es que el análisis se imponga a la opinión. No siempre lo consigo, pero que quede constancia de mi voluntad.
El lunes de esta semana...
Camino al Estado fallido
Hace apenas unos tres años, en un seminario académico, alguien se ganó una masiva abucheada cuando afirmó que Ecuador era un Estado fallido. No les faltaba razón a quienes se manifestaron de manera ruidosa y sobre todo a quienes esgrimieron las razones y los datos para negar el diagnóstico que en ese momento sonaba como delirante. Si bien el país había vivido momentos complejos por los efectos de la pandemia, por las consecuencias de las erradas decisiones económicas de los 15 años anteriores y por los estallidos callejeros, no se asemejaba a lo que se quiere expresar con esa afirmación. Un Estado fallido es el que ha perdido la capacidad de ejercer soberanía en su territorio o de tener el monopolio de la fuerza, pero no era eso lo que se observaba en ese momento.
Tampoco es lo que se observa ahora, pero no cabe duda de que estamos muy cerca de ello. Puede parecer una afirmación exagerada, pero no hace falta más que considerar los hechos que se van sucediendo día a día para comprobar cómo va retrocediendo el Estado frente al avance de un actor de múltiples cabezas y mayor número de brazos que lo va sustituyendo en actividades como la justicia, el orden público, la gestión política, la recaudación impositiva e incluso la obra pública, que en cualquier régimen político le corresponden exclusivamente. La imposición del terror en ciudades y provincias completas, la acción agenciosa de jueces y más funcionarios judiciales, la presentación de candidatos a las elecciones y el control (mediante la oferta de plata o la amenaza de plomo) a los que están en ejercicio, el cobro de “vacunas” a comercios y empresas, las dádivas para la compra de la fidelidad y del silencio de poblaciones aterrorizadas, pero también complacientes, son las expresiones concretas de esa situación.
Paralelamente, ese actor –que se viste de gala o informalmente, según demande la ocasión– convive cómodamente con la llamada sociedad civil para hacer jugosos negocios en los que, con mucha habilidad, lava el dinero mal habido y a la vez lo incrementa exponencialmente. Lo hace a la vista de esa sociedad que de civil o ciudadana tiene poco, ya que una parte de ella se resigna a encerrarse atemorizada, otra pide mano dura y una tercera acepta gustosa que “legal o ilegal, plata es plata” (como pregonaba un grafiti pegado en un auto de baja cilindrada).
En efecto, la situación se está saliendo de cauce y el Estado –entendido como organización política de la sociedad, no como aparato burocrático– se muestra cada vez menos capaz de recuperar su propia condición. Si durante un largo periodo se lo debilitó por medio de la implantación del caudillismo personalista que, por su propia condición no podía tener continuidad, posteriormente se agudizó esa tendencia por la ausencia de un proyecto, aunque fuera mínimo, de recuperación de su función central. La desaparición de los escasos y congénitamente débiles partidos políticos dejó el asunto en manos de individuos que, sin más equipo que el del grupo de amigos o del clan familiar quieren ejercer de salvadores. Para ellos no cuenta la preparación técnica, la experiencia, la profesionalización y sobre todo la visión de largo plazo. Por esa vía, más temprano que tarde llegaremos al punto que señalaba el abucheado conferenciante de hace pocos años.
Camino al Estado fallido
Hace apenas unos tres años, en un seminario académico, alguien se ganó una masiva abucheada cuando afirmó que Ecuador era un Estado fallido. No les faltaba razón a quienes se manifestaron de manera ruidosa y sobre todo a quienes esgrimieron las razones y los datos para negar el diagnóstico que en ese momento sonaba como delirante. Si bien el país había vivido momentos complejos por los efectos de la pandemia, por las consecuencias de las erradas decisiones económicas de los 15 años anteriores y por los estallidos callejeros, no se asemejaba a lo que se quiere expresar con esa afirmación. Un Estado fallido es el que ha perdido la capacidad de ejercer soberanía en su territorio o de tener el monopolio de la fuerza, pero no era eso lo que se observaba en ese momento.
Tampoco es lo que se observa ahora, pero no cabe duda de que estamos muy cerca de ello. Puede parecer una afirmación exagerada, pero no hace falta más que considerar los hechos que se van sucediendo día a día para comprobar cómo va retrocediendo el Estado frente al avance de un actor de múltiples cabezas y mayor número de brazos que lo va sustituyendo en actividades como la justicia, el orden público, la gestión política, la recaudación impositiva e incluso la obra pública, que en cualquier régimen político le corresponden exclusivamente. La imposición del terror en ciudades y provincias completas, la acción agenciosa de jueces y más funcionarios judiciales, la presentación de candidatos a las elecciones y el control (mediante la oferta de plata o la amenaza de plomo) a los que están en ejercicio, el cobro de “vacunas” a comercios y empresas, las dádivas para la compra de la fidelidad y del silencio de poblaciones aterrorizadas, pero también complacientes, son las expresiones concretas de esa situación.
Paralelamente, ese actor –que se viste de gala o informalmente, según demande la ocasión– convive cómodamente con la llamada sociedad civil para hacer jugosos negocios en los que, con mucha habilidad, lava el dinero mal habido y a la vez lo incrementa exponencialmente. Lo hace a la vista de esa sociedad que de civil o ciudadana tiene poco, ya que una parte de ella se resigna a encerrarse atemorizada, otra pide mano dura y una tercera acepta gustosa que “legal o ilegal, plata es plata” (como pregonaba un grafiti pegado en un auto de baja cilindrada).
En efecto, la situación se está saliendo de cauce y el Estado –entendido como organización política de la sociedad, no como aparato burocrático– se muestra cada vez menos capaz de recuperar su propia condición. Si durante un largo periodo se lo debilitó por medio de la implantación del caudillismo personalista que, por su propia condición no podía tener continuidad, posteriormente se agudizó esa tendencia por la ausencia de un proyecto, aunque fuera mínimo, de recuperación de su función central. La desaparición de los escasos y congénitamente débiles partidos políticos dejó el asunto en manos de individuos que, sin más equipo que el del grupo de amigos o del clan familiar quieren ejercer de salvadores. Para ellos no cuenta la preparación técnica, la experiencia, la profesionalización y sobre todo la visión de largo plazo. Por esa vía, más temprano que tarde llegaremos al punto que señalaba el abucheado conferenciante de hace pocos años.
... y el de la semana pasada
Cordón sanitario
Es un lugar común aseverar que las comparaciones son odiosas y que se deben comparar peras con peras y manzanas con manzanas. Pero no siempre (o, más bien, casi nunca) los lugares comunes resultan acertados. Para decidirse por una pera o una manzana es necesario previamente compararlas, lo que no significa equipararlas. La comparación entre objetos diferentes es extremadamente útil para valorar aspectos positivos y negativos de cada uno y sobre todo para sacar enseñanzas del uno y del otro.
Todo ese preámbulo para señalar que, aunque las veamos lejanas y diferentes, las experiencias políticas europeas dejan enseñanzas valiosas para nuestros países. En efecto, son lejanas en muchos aspectos, como el tipo de régimen político (presidencial en las Américas, parlamentario en Europa), los procesos históricos, infinidad de factores culturales y por supuesto los hechos coyunturales. Entre diferencias asoma una similitud que cabe destacar porque puede ser muy útil para reflexionar sobre nuestras realidades políticas. Se trata de la reacción de la ciudadanía cuando advierte un inminente peligro. Ese peligro, en países que vivieron el infierno de las dos guerras mundiales, es el retorno de los extremismos de lado y lado.
En España los votantes han ido paulatinamente aislando a quienes en América Latina se los identifica como chavistas, es decir, esa izquierda que retrocede a la utopía arcaica y que, en el caso europeo, no valora los logros obtenidos con el Estado de bienestar (que en gran medida se lo debe a la izquierda moderada). Por otra parte, la semana pasada se produjo la ruptura entre el Partido Popular (PP), de derecha, y Vox, conformado por quienes reivindican la herencia franquista. Lo preocupante, en este caso, es que la ruptura de las alianzas en varios gobiernos regionales fue decidida por el partido ultra y no por el desplazamiento del PP al centro, que sería lo más sano para la política española.
En Francia, en la segunda vuelta para la Asamblea los votantes colocaron lo que algunos medios denominan el cordón sanitario para evitar el triunfo de la ultraderecha. En el año 2002 ya hicieron algo similar cuando impidieron el triunfo presidencial del padre de la actual líder ultra. Lo llamativo es que en ambos casos las izquierdas se vieron obligadas a desplazarse hacia el centro y aceptar lo que para ellas (y para su país) constituía el mal menor.
En el plano de la comparación, también en nuestro caso hemos tenido hechos similares, cuando el electorado en dos ocasiones (2021 y 2023) ha escogido el mal menor en la segunda vuelta. La similitud es más clara cuando se confirma que, tanto allá como acá, fueron los votantes quienes decidieron el aislamiento de los elementos nocivos o, para decirlo en los duros términos señalados, quienes establecieron el cordón sanitario. Los dirigentes políticos se sumieron en el silencio sin asumir su responsabilidad. Mientras mantengan esa actitud y no se hagan cargo de los temas de fondo, la política quedará al vaivén de los humores del momento, lo que constituye el caldo de cultivo ideal para las tendencias ultras de cualquier tipo, sean de un Chávez o de un Bolsonaro, de un Ortega o de un Bukele. Son los partidos y, en ausencia de estos, los dirigentes a quienes les corresponde destacar las diferencias y las similitudes entre peras y manzanas y establecer el cordón sanitario.
Cordón sanitario
Es un lugar común aseverar que las comparaciones son odiosas y que se deben comparar peras con peras y manzanas con manzanas. Pero no siempre (o, más bien, casi nunca) los lugares comunes resultan acertados. Para decidirse por una pera o una manzana es necesario previamente compararlas, lo que no significa equipararlas. La comparación entre objetos diferentes es extremadamente útil para valorar aspectos positivos y negativos de cada uno y sobre todo para sacar enseñanzas del uno y del otro.
Todo ese preámbulo para señalar que, aunque las veamos lejanas y diferentes, las experiencias políticas europeas dejan enseñanzas valiosas para nuestros países. En efecto, son lejanas en muchos aspectos, como el tipo de régimen político (presidencial en las Américas, parlamentario en Europa), los procesos históricos, infinidad de factores culturales y por supuesto los hechos coyunturales. Entre diferencias asoma una similitud que cabe destacar porque puede ser muy útil para reflexionar sobre nuestras realidades políticas. Se trata de la reacción de la ciudadanía cuando advierte un inminente peligro. Ese peligro, en países que vivieron el infierno de las dos guerras mundiales, es el retorno de los extremismos de lado y lado.
En España los votantes han ido paulatinamente aislando a quienes en América Latina se los identifica como chavistas, es decir, esa izquierda que retrocede a la utopía arcaica y que, en el caso europeo, no valora los logros obtenidos con el Estado de bienestar (que en gran medida se lo debe a la izquierda moderada). Por otra parte, la semana pasada se produjo la ruptura entre el Partido Popular (PP), de derecha, y Vox, conformado por quienes reivindican la herencia franquista. Lo preocupante, en este caso, es que la ruptura de las alianzas en varios gobiernos regionales fue decidida por el partido ultra y no por el desplazamiento del PP al centro, que sería lo más sano para la política española.
En Francia, en la segunda vuelta para la Asamblea los votantes colocaron lo que algunos medios denominan el cordón sanitario para evitar el triunfo de la ultraderecha. En el año 2002 ya hicieron algo similar cuando impidieron el triunfo presidencial del padre de la actual líder ultra. Lo llamativo es que en ambos casos las izquierdas se vieron obligadas a desplazarse hacia el centro y aceptar lo que para ellas (y para su país) constituía el mal menor.
En el plano de la comparación, también en nuestro caso hemos tenido hechos similares, cuando el electorado en dos ocasiones (2021 y 2023) ha escogido el mal menor en la segunda vuelta. La similitud es más clara cuando se confirma que, tanto allá como acá, fueron los votantes quienes decidieron el aislamiento de los elementos nocivos o, para decirlo en los duros términos señalados, quienes establecieron el cordón sanitario. Los dirigentes políticos se sumieron en el silencio sin asumir su responsabilidad. Mientras mantengan esa actitud y no se hagan cargo de los temas de fondo, la política quedará al vaivén de los humores del momento, lo que constituye el caldo de cultivo ideal para las tendencias ultras de cualquier tipo, sean de un Chávez o de un Bolsonaro, de un Ortega o de un Bukele. Son los partidos y, en ausencia de estos, los dirigentes a quienes les corresponde destacar las diferencias y las similitudes entre peras y manzanas y establecer el cordón sanitario.