Mi intención es que el análisis se imponga a la opinión. No siempre lo consigo, pero que quede constancia de mi voluntad.
El lunes de esta semana...
Bota, voto y foto
Puede llamarse compra, control, chantaje amenaza, lo cierto es que históricamente se han aplicado varias modalidades para obligar a que algunos electores voten por una opción que no es necesariamente la suya. En las primeras décadas del siglo XX, cuando en Ecuador comenzaba a ampliarse el electorado con la paulatina ampliación del derecho al voto, se utilizó el acarreo, apuntalado con la amenaza de la pérdida del puesto de trabajo o de la parcela entregada dentro de la hacienda y con la obediencia al marido. Seguramente, esa práctica ya se habrá utilizado en la primera elección en que pudieron participar los indígenas, aún bajo el sistema colonial, cuando rigió la efímera Constitución de Cádiz de 1812 (que, dicho sea de paso, tuvo corta vida y sus principios no fueron recogidos por las que expidieron en los siguientes ciento sesenta y cinco años).
El voto bajo coerción se generalizó a partir de la década de 1950, con el auge de esas máquinas clientelares que fueron el velasquismo y el cefepismo. Especialmente este último, que tuvo su arraigo en las áreas urbanas y rurales que se iban poblando de manera acelerada, descubrió la manera en que podía asegurar a su favor la votación de esos grupos humanos. La formación tutelada de redes para la toma de tierras y para su respectiva legalización no era suficiente para asegurar que esos electores le dieran su voto. Eran necesarias modalidades más concretas, visibles y sobre todo factibles de ser controladas en el acto mismo del depósito del voto. Una de estas, la más utilizada, fue la entrega de instrumentos sencillos de trabajo, como un par de botas que les protegieran del fango y de las alimañas. La forma de asegurarse era entregarle al elector una sola bota antes de la elección y completar el par cuando –con disimulo, pero con la suficiente perspectiva para que sea observado por el encargado de vigilar– exhiba su voto. Era no solamente un intercambio de votos por favores, como se califica al clientelismo, sino de un juego gramatical de votos por botas.
La abundancia de leyes destinadas a regular los procesos electorales y la vida de los partidos, que ha caracterizado al periodo más largo de vigencia del régimen democrático, no ha sido suficiente para eliminar esa modalidad. Por el contrario, se sofisticó, tomó carta de naturalización y permeó a los más diversos tipos de organizaciones. El control directo en la mesa se tecnificó con la masificación de los teléfonos celulares. El elector podrá argumentar que el selfi con el voto ya marcado estará destinado para su exhibición en una repisa, pero propios y ajenos saben que ese no es el objetivo central. La foto reemplaza larga y eficientemente a la bota y no deja lugar a dudas. Es la verificación del acatamiento a las disposiciones que vienen desde quién sabe dónde.
Ese “quién-sabe-dónde” es el quid del asunto. Si anteriormente se podía camuflar bajo el ropaje de la fidelidad a la organización social o política, ahora prácticamente ya no hay lugar para eso. Quienes hacen uso de ese recurso no son solamente esas etiquetas que se hacen llamar partidos o movimientos políticos, sino los más variados grupos, entre los que no faltan los de delincuencia organizada. La misma tecnología que permitió llegar al intercambio del voto por foto puede ser el instrumento para impedirlo. Solo es necesaria la voluntad.
Bota, voto y foto
Puede llamarse compra, control, chantaje amenaza, lo cierto es que históricamente se han aplicado varias modalidades para obligar a que algunos electores voten por una opción que no es necesariamente la suya. En las primeras décadas del siglo XX, cuando en Ecuador comenzaba a ampliarse el electorado con la paulatina ampliación del derecho al voto, se utilizó el acarreo, apuntalado con la amenaza de la pérdida del puesto de trabajo o de la parcela entregada dentro de la hacienda y con la obediencia al marido. Seguramente, esa práctica ya se habrá utilizado en la primera elección en que pudieron participar los indígenas, aún bajo el sistema colonial, cuando rigió la efímera Constitución de Cádiz de 1812 (que, dicho sea de paso, tuvo corta vida y sus principios no fueron recogidos por las que expidieron en los siguientes ciento sesenta y cinco años).
El voto bajo coerción se generalizó a partir de la década de 1950, con el auge de esas máquinas clientelares que fueron el velasquismo y el cefepismo. Especialmente este último, que tuvo su arraigo en las áreas urbanas y rurales que se iban poblando de manera acelerada, descubrió la manera en que podía asegurar a su favor la votación de esos grupos humanos. La formación tutelada de redes para la toma de tierras y para su respectiva legalización no era suficiente para asegurar que esos electores le dieran su voto. Eran necesarias modalidades más concretas, visibles y sobre todo factibles de ser controladas en el acto mismo del depósito del voto. Una de estas, la más utilizada, fue la entrega de instrumentos sencillos de trabajo, como un par de botas que les protegieran del fango y de las alimañas. La forma de asegurarse era entregarle al elector una sola bota antes de la elección y completar el par cuando –con disimulo, pero con la suficiente perspectiva para que sea observado por el encargado de vigilar– exhiba su voto. Era no solamente un intercambio de votos por favores, como se califica al clientelismo, sino de un juego gramatical de votos por botas.
La abundancia de leyes destinadas a regular los procesos electorales y la vida de los partidos, que ha caracterizado al periodo más largo de vigencia del régimen democrático, no ha sido suficiente para eliminar esa modalidad. Por el contrario, se sofisticó, tomó carta de naturalización y permeó a los más diversos tipos de organizaciones. El control directo en la mesa se tecnificó con la masificación de los teléfonos celulares. El elector podrá argumentar que el selfi con el voto ya marcado estará destinado para su exhibición en una repisa, pero propios y ajenos saben que ese no es el objetivo central. La foto reemplaza larga y eficientemente a la bota y no deja lugar a dudas. Es la verificación del acatamiento a las disposiciones que vienen desde quién sabe dónde.
Ese “quién-sabe-dónde” es el quid del asunto. Si anteriormente se podía camuflar bajo el ropaje de la fidelidad a la organización social o política, ahora prácticamente ya no hay lugar para eso. Quienes hacen uso de ese recurso no son solamente esas etiquetas que se hacen llamar partidos o movimientos políticos, sino los más variados grupos, entre los que no faltan los de delincuencia organizada. La misma tecnología que permitió llegar al intercambio del voto por foto puede ser el instrumento para impedirlo. Solo es necesaria la voluntad.
... y el de la semana pasada
Gorilas con metralletas
Una muletilla para el tratamiento de episodios trascendentales es la frase de Marx, acomodada de la original de Hegel, que sostiene que la historia ocurre dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. Pero, al aplicarla a los últimos acontecimientos mundiales es necesario hacer una nueva adaptación, ya que nada tienen de farsa, aunque el principal protagonista y su círculo inmediato constituyan lo más parecido a un cuerpo de comediantes. Tiene tanto de tragedia como lo tuvieron los hechos que antecedieron a la II Guerra Mundial.
En aquella ocasión los líderes de los países que habían triunfado en la I Guerra Mundial confiaron en la palabra de Hitler, un dictador delirante y genocida, hasta el momento en que la mayor parte de ellos vieron invadidos sus países. Incluso el astuto Stalin, que había derrochado crueldad para acabar con sus propios compañeros, no se percató del peligro hasta que los tanques alemanes estuvieron a las puertas de Moscú. La búsqueda de acuerdos con la Alemania nazi llevaba indefectiblemente al sometimiento de toda Europa. La única excepción fue el Reino Unido, pero para ello debió producirse el cambio de Chamberlain por Churchill como primer ministro. Más adelante sería decisiva la participación de EE. UU., impulsada más por la provocación del ataque a Pearl Harbor que por la barbaridad que ya campeaba en Europa.
Si algo se presenta con menor gravedad en la tragedia actual es que los países europeos, con una sola excepción, no confían en la palabra del agresor ruso y están conscientes de sus ansias imperiales. Saben que la invasión de Ucrania fue una declaración de guerra a la OTAN y no simplemente una disputa territorial con ese país. Pero, el presidente de EE. UU., quien debería actuar como el socio principal de Europa, el que hubiera podido lograr que Putin acepte una negociación sin más condiciones que volver a las fronteras vigentes hace tres años, está claramente en el lado del dictador. De la misma manera que dirigentes europeos, en su momento, confiaron en que Hitler se restringiría a anexar Austria e invadir la zona supuestamente germana de Checoslovaquia, Trump está forzando a Ucrania y a Europa a aceptar la acción imperialista de Putin.
En la visión trumpista de la realidad, reducida a sus negocios y a los de su círculo de multimillonarios, no tiene cabida la preocupación por las amenazas a las libertades y a la supervivencia de las democracias más sólidas del mundo. Su interés ni siquiera son los territorios que supuestamente están en disputa, sino los elementos químicos llamados tierras raras, que ya los ve transformados en más dinero para su grupo. Y en esta tragedia, a diferencia de la anterior, no se ve en el horizonte la posibilidad de un cambio de gobernante, como el que dio lugar al giro del Reino Unido y que fue el gran paso para salvar –y más adelante fortalecer– a los estados de derecho. Con el Partido Demócrata deambulando sin brújula mientras se demuele la institucionalidad más que bicentenaria es poco lo que se puede esperar, por lo menos hasta la elección de medio periodo de noviembre del próximo año. Aunque nostálgicos de Marx digan que la historia no la hacen los hombres, sino los pueblos, hay demasiada evidencia de que un personaje enloquecido puede incendiar el mundo. Mucho más cuando es un circo en que actúan dos gorilas con metralletas.
Gorilas con metralletas
Una muletilla para el tratamiento de episodios trascendentales es la frase de Marx, acomodada de la original de Hegel, que sostiene que la historia ocurre dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. Pero, al aplicarla a los últimos acontecimientos mundiales es necesario hacer una nueva adaptación, ya que nada tienen de farsa, aunque el principal protagonista y su círculo inmediato constituyan lo más parecido a un cuerpo de comediantes. Tiene tanto de tragedia como lo tuvieron los hechos que antecedieron a la II Guerra Mundial.
En aquella ocasión los líderes de los países que habían triunfado en la I Guerra Mundial confiaron en la palabra de Hitler, un dictador delirante y genocida, hasta el momento en que la mayor parte de ellos vieron invadidos sus países. Incluso el astuto Stalin, que había derrochado crueldad para acabar con sus propios compañeros, no se percató del peligro hasta que los tanques alemanes estuvieron a las puertas de Moscú. La búsqueda de acuerdos con la Alemania nazi llevaba indefectiblemente al sometimiento de toda Europa. La única excepción fue el Reino Unido, pero para ello debió producirse el cambio de Chamberlain por Churchill como primer ministro. Más adelante sería decisiva la participación de EE. UU., impulsada más por la provocación del ataque a Pearl Harbor que por la barbaridad que ya campeaba en Europa.
Si algo se presenta con menor gravedad en la tragedia actual es que los países europeos, con una sola excepción, no confían en la palabra del agresor ruso y están conscientes de sus ansias imperiales. Saben que la invasión de Ucrania fue una declaración de guerra a la OTAN y no simplemente una disputa territorial con ese país. Pero, el presidente de EE. UU., quien debería actuar como el socio principal de Europa, el que hubiera podido lograr que Putin acepte una negociación sin más condiciones que volver a las fronteras vigentes hace tres años, está claramente en el lado del dictador. De la misma manera que dirigentes europeos, en su momento, confiaron en que Hitler se restringiría a anexar Austria e invadir la zona supuestamente germana de Checoslovaquia, Trump está forzando a Ucrania y a Europa a aceptar la acción imperialista de Putin.
En la visión trumpista de la realidad, reducida a sus negocios y a los de su círculo de multimillonarios, no tiene cabida la preocupación por las amenazas a las libertades y a la supervivencia de las democracias más sólidas del mundo. Su interés ni siquiera son los territorios que supuestamente están en disputa, sino los elementos químicos llamados tierras raras, que ya los ve transformados en más dinero para su grupo. Y en esta tragedia, a diferencia de la anterior, no se ve en el horizonte la posibilidad de un cambio de gobernante, como el que dio lugar al giro del Reino Unido y que fue el gran paso para salvar –y más adelante fortalecer– a los estados de derecho. Con el Partido Demócrata deambulando sin brújula mientras se demuele la institucionalidad más que bicentenaria es poco lo que se puede esperar, por lo menos hasta la elección de medio periodo de noviembre del próximo año. Aunque nostálgicos de Marx digan que la historia no la hacen los hombres, sino los pueblos, hay demasiada evidencia de que un personaje enloquecido puede incendiar el mundo. Mucho más cuando es un circo en que actúan dos gorilas con metralletas.