En algún momento de la vida dejaron de interesarme los relojes. Esto ocurrió mucho antes de que esos aparatos o algo parecido a ellos se encontraran en todos los rincones donde uno pone la vista. De todas maneras, me pareció una buena explicación retroactiva para mi decisión que uno solamente tenga que mirar una pantalla (de la computadora, de la tablet, del celular), el tablero del auto o los paneles que pueblan las avenidas sin árboles. Si ahí está la hora, apenas con variaciones de minutos de uno a otro reloj, para qué andar con un aparato en la muñeca.
Pero no siempre fue así. Alguna vez me atrapó un interés desmedido por un reloj. Era uno que tenía nombre y apellido, con correa de cuero y unos números romanos en que el 4 no era IV sino IIII. Fue en un aeropuerto y decidí gastarme el equivalente de la mitad de mi ingreso mensual (mi sueldo era bajo y el reloj era caro). Una semana más tarde, ya de vuelta a Quito, alguien me empujó a una piscina, con ropa, zapatos y reloj.Traté de dejar la mano (la derecha, siempre lo he usado en esa aunque no soy zurdo) fuera del agua, pero me resultó imposible. Salí de la piscina y, sin secarme ni quedarme a escuchar las risas de los amigos, me embarqué en el auto y salí a buscar urgentemente una relojería. Encontré una, la única abierta, en un centro comercial. En una media hora el reloj estuvo seco pero yo no me lo podía colocar en la muñeca porque tiritaba mientras le gente me veía con aprensión, que es lo que se merece una persona empapada en unas galerías comerciales.
No deben haber pasado tres semanas de esa experiencia submarina, cuando deslicé un libro sobre una mesa, el libro empujó al reloj y tuve que ir nuevamente al mismo centro comercial. "Felizmente no se ha roto una pieza", me dijo el relojero, y cortó la frase que, un año después deduje que iba a desembocar en una advertencia.
Esta me llegó indirectamente de la boca de un relojero argentino, cuando acudí a él como penúltima posibilidad para salvar la vida del aparato que nuevamente había sufrido otro golpe. Previamente, el señor del centro comercial quiteño se había dado por vencido, entonces fue cuando decidí aprovechar cualquier viaje para buscar arreglo. No tuve éxito ni en Puerto Rico ni en Lima, hasta que en el centro de Buenos Aires un señor canoso, de edad indefinida como corresponde a quien trabaja con el tiempo, en forma de pregunta me lanzó la advertencia que no me había hecho el ecuatoriano: "Decime, ¿te lo compraste o te lo regalaron?" No fue necesario que dijera algo más.
La última etapa comenzó en el cuarto piso de un edificio del centro de Santiago, al que se llegaba por medio de un ascensor con palanca y ascensorista. Después de una semana de diagnóstico, me pidieron autorización para conseguir el repuesto en Europa. Dejé el recibo a cargo de mi amigo Pepe por si algún rato se daba una vuelta por el centro y podía pasarse por ahí. Las dos veces que él preguntó le dijeron que el repuesto tardaría en llegar. En mi siguiente viaje, seguramente dos años más tarde, estaban el mismo ascensor y el mismo ascensorista, pero en la relojería funcionaba ahora un estudio de abogados en donde cambiaban dólares. Aparte de una buena cotización por el cambio, me dieron la nueva dirección de la relojería, en Providencia. "Sí, sabemos que aquí estuvo una relojería, pero nosotros llevamos ya más de un año y no sabemos a donde se fue", dijo la recepcionista de una agencia de publicidad que tenía un enorme reloj digital a sus espaldas.
Me di cuenta de que, literalmente, había perdido el tiempo.
Hace poco, un par de décadas después de ese largo episodio, decidí recuperar las horas, los días, las semanas y los años que se me fueron en todo eso. Llegué a la conclusión de que la única manera de hacerlo era comprando un reloj. Como corresponde a un objetivo de esa naturaleza, tenía que ser uno que me permitiera recuperar el tiempo perdido. Encontré uno que camina en sentido inverso (counter-clockwise dirían los gringos, tan prácticos ellos), por supuesto con los números en un orden que corresponde a esa dirección de las manecillas y sin nombre ni apellidos. Para disléxicos, dicen algunas personas, para árabes o judíos, dicen otras. Para cambiar la dirección del tiempo, digo yo.