Si se quisiera encontrar un símbolo de la evolución de la izquierda latinoamericana, ese sería Teodoro Petkoff. En su trayectoria individual, desde la acción insurreccional hasta la convicción democrática, se sintetiza el camino seguido por gran parte de esa corriente durante las dos últimas décadas del siglo XX y las dos primeras del presente.
Después de oír las historias de su militancia, sus fugas y sus primeros cuestionamientos a la ortodoxia de izquierda, lo vi -no puedo decir que lo conocí, porque apenas me limité a escucharlo y a hacerle una sola pregunta- en el Chile de la Unidad Popular. Era el último verano del gobierno de Allende. Debe haber sido diciembre, hacía calor y al pequeño grupo que asistíamos a la reunión nos sobraban las preguntas ante una leyenda viviente, como ya era Petkoff.
Su formación teórica y su capacidad de análisis del momento político me impresionaron. Ambas iban de la mano, lo que no era y no es hasta ahora algo generalizado en los dirigentes políticos, mucho menos en los que se lanzaron al monte, como era su caso. Es verdad que en la situación chilena de ese momento había un alto número de personas con gran nivel teórico, pero esa enorme capacidad se perdía en el momento de explicar -y explicarse- la situación concreta. La polarización impedía hacer ese enlace. A la distancia de los años, pienso que la crítica que ya en ese momento venía haciendo Petkoff y su visión de conjunto de América Latina eran las claves de esa capacidad.
Más adelante, cuando pude leer su Proceso a la izquierda, me ratifiqué en aquella primera opinión. Ahí estaba el intelectual de izquierda que analizaba su momento, que se insertaba en él como el militante que siempre fue y que peleaba con esas condiciones y con quienes las (mal)interpretaban. Era la puesta al día del camino que ya dejaba entrever en aquella tarde calurosa de Santiago.
Muchos años después nos vimos en otras condiciones, tanto personales como contextuales. Ahí fue cuando lo conocí. Casi sin excepciones, los países latinoamericanos había instaurado regímenes democráticos, las izquierdas (en plural) iban alejándose, algunas sin mayor prisa, de la obnubilación del paraíso terrenal. La evidencia estaba a la mano y si no se la agarraba era porque no se quería hacerlo. Recuerdo las conversaciones al respecto con un Petkoff que se empeñaba en encontrar la ruta por la que se pudiera sacar a esas izquierdas del atolladero en que se habían encerrado durante tantos años.
De las muchas enseñanzas que saqué de esas conversaciones y de sus intervenciones en foros públicos y en seminarios académicos, destaco las relacionadas con la comunicación. Acostumbrado a la trinchera -en el mejor sentido de esta como espacio de debate-, había encontrado la del periodismo. Ningún lugar y actividad mejor para mantener vivo su enfrentamiento con el dogma, venga éste de donde venga.
En sus últimos años, o más en sus últimas décadas de vida, el dogma estuvo en manos de quienes se apropiaron del nombre de la izquierda para instaurar regímenes de caudillos autoritarios. Esos, que le debían tanto a quien había pensado por ellos, le confinaron al aislamiento en su propia casa. Él nunca calló. Con el tiempo y sus acciones respondió todas las preguntas de esa calurosa tarde del verano sureño.
Después de oír las historias de su militancia, sus fugas y sus primeros cuestionamientos a la ortodoxia de izquierda, lo vi -no puedo decir que lo conocí, porque apenas me limité a escucharlo y a hacerle una sola pregunta- en el Chile de la Unidad Popular. Era el último verano del gobierno de Allende. Debe haber sido diciembre, hacía calor y al pequeño grupo que asistíamos a la reunión nos sobraban las preguntas ante una leyenda viviente, como ya era Petkoff.
Su formación teórica y su capacidad de análisis del momento político me impresionaron. Ambas iban de la mano, lo que no era y no es hasta ahora algo generalizado en los dirigentes políticos, mucho menos en los que se lanzaron al monte, como era su caso. Es verdad que en la situación chilena de ese momento había un alto número de personas con gran nivel teórico, pero esa enorme capacidad se perdía en el momento de explicar -y explicarse- la situación concreta. La polarización impedía hacer ese enlace. A la distancia de los años, pienso que la crítica que ya en ese momento venía haciendo Petkoff y su visión de conjunto de América Latina eran las claves de esa capacidad.
Más adelante, cuando pude leer su Proceso a la izquierda, me ratifiqué en aquella primera opinión. Ahí estaba el intelectual de izquierda que analizaba su momento, que se insertaba en él como el militante que siempre fue y que peleaba con esas condiciones y con quienes las (mal)interpretaban. Era la puesta al día del camino que ya dejaba entrever en aquella tarde calurosa de Santiago.
Muchos años después nos vimos en otras condiciones, tanto personales como contextuales. Ahí fue cuando lo conocí. Casi sin excepciones, los países latinoamericanos había instaurado regímenes democráticos, las izquierdas (en plural) iban alejándose, algunas sin mayor prisa, de la obnubilación del paraíso terrenal. La evidencia estaba a la mano y si no se la agarraba era porque no se quería hacerlo. Recuerdo las conversaciones al respecto con un Petkoff que se empeñaba en encontrar la ruta por la que se pudiera sacar a esas izquierdas del atolladero en que se habían encerrado durante tantos años.
De las muchas enseñanzas que saqué de esas conversaciones y de sus intervenciones en foros públicos y en seminarios académicos, destaco las relacionadas con la comunicación. Acostumbrado a la trinchera -en el mejor sentido de esta como espacio de debate-, había encontrado la del periodismo. Ningún lugar y actividad mejor para mantener vivo su enfrentamiento con el dogma, venga éste de donde venga.
En sus últimos años, o más en sus últimas décadas de vida, el dogma estuvo en manos de quienes se apropiaron del nombre de la izquierda para instaurar regímenes de caudillos autoritarios. Esos, que le debían tanto a quien había pensado por ellos, le confinaron al aislamiento en su propia casa. Él nunca calló. Con el tiempo y sus acciones respondió todas las preguntas de esa calurosa tarde del verano sureño.