En un templado otoño, mientras busco un café en uno de los portales de la plaza central de Hradec Kralove veo las primeras páginas de los diarios checos que destacan como noticia central la conmemoración de la caída del Muro de Berlín. No hace falta entender el idioma (este es un país de idioma infernal y cerveza celestial) para comprender el tono de los artículos. Las fotos del derrocamiento de esa mole de hormigón y de las caras sonrientes de las gentes son casi suficientes.
El resto se entiende por lo que se ve en la vida cotidiana, por la expresión de la gente, por las historias familiares que se funden en la del país. A los veinticinco años, la euforia inicial ha dejado paso a la tranquilidad. Es esa tranquilidad que se adquiere cuando se sabe que no hay alguien respirándole en la nuca ni gobernantes que en nombre del pueblo, de la gente, de los comunes, de los colectivos, considere necesario definir la vida de los otros.
A un cuarto de siglo de la caída del símbolo más sólido del totalitarismo, me vuelve a la memoria la conversación que tuvimos, unos dos o tres días después de ese hecho, con Jorge Enrique Adoum, el Turco mientras comíamos un cebiche en Quito. A pesar de que la perestroika y la glasnost de Gorbachov anunciaban cambios sustanciales, no se veía un desenlace en tan corto plazo como el que se produjo. Las cosas habían pasado rápidamente y nosotros, como la mayoría de las personas, sólo podíamos hacer una que otra conjetura. La mía, la de ese momento, era que habría que esperar para ver si se producía el derrumbe de las estatuas de Lenin, como lo estaban haciendo en esos momentos con las de Stalin. Asistíamos al fin del ciclo del estalinismo, que no se había cerrado a pesar de los innumerables anuncios al respecto, o se iba más allá y se acababa con el modelo instaurado por el padre del modelo soviético.
Al Turco le gustó la metáfora (menos mal, pasé la prueba con esos rudimentos de preceptiva literaria) y sin duda veía con buenos ojos la posibilidad de que el proceso se detuviera en las primeras estatuas. Él consideraba necesario un cambio, pero le horrorizaba pensar que todo lo que ocurría podía conducir al mundo que siempre cuestionó en su poesía. Por mi parte, debo confesar que no me hacía mucha gracia que de un solo golpe se fuera más allá. Eran los años duros de la guerra fría, cuando estábamos casi obligados a tomar una posición dentro del blanco-negro del mundo. Reagan había terminado su segunda presidencia unos meses antes, a Margareth Thatcher aún le quedaba un año entero por delante, en América Latina reinaba esa mediocridad llamada neoliberalismo y los intentos socialdemócratas -a los que yo apostaba y sigo apostando- eran tan débiles que no dejaban espacio para el optimismo.
La conversación la continuamos entrecortadamente en varias ocasiones, pero ya era casi inútil porque el problema se había resuelto: las estatuas de Lenin habían caído estrepitosamente, primero, silenciosamente, después. Cada nuevo derribo tenía menor trascendencia que el anterior. Stalin y Lenin se fueron juntos.
A la luz de los años, y siguiendo en clave de monólogo la conversación con el Turco, me pregunto si eso era inevitable. Mi respuesta inequívoca, rotunda, es que sí, que era inevitable. Siguiendo la idea generalizada que afirma que Stalin deformó el modelo instaurado por Lenin, se podría decir que en el derrumbe Stalin arrastró a Lenin, ya que los errores y excesos de aquel corrompieron al régimen que estaba destinado a ser el paraíso de los hombres en la tierra (siempre hubo ese lenguaje religioso y machista). Pero, si recordamos que Rosa Luxemburg ya le hizo notar a Lenin que su dictadura del proletariado, con partido único y sin pluralismo político, no era la sociedad pregonada por el socialismo y por la Internacional Proletaria, veremos que el problema viene desde el origen.
No fue Stalin el que arrastró a Lenin, los dos se fueron de la mano. Como habían llegado.
El resto se entiende por lo que se ve en la vida cotidiana, por la expresión de la gente, por las historias familiares que se funden en la del país. A los veinticinco años, la euforia inicial ha dejado paso a la tranquilidad. Es esa tranquilidad que se adquiere cuando se sabe que no hay alguien respirándole en la nuca ni gobernantes que en nombre del pueblo, de la gente, de los comunes, de los colectivos, considere necesario definir la vida de los otros.
A un cuarto de siglo de la caída del símbolo más sólido del totalitarismo, me vuelve a la memoria la conversación que tuvimos, unos dos o tres días después de ese hecho, con Jorge Enrique Adoum, el Turco mientras comíamos un cebiche en Quito. A pesar de que la perestroika y la glasnost de Gorbachov anunciaban cambios sustanciales, no se veía un desenlace en tan corto plazo como el que se produjo. Las cosas habían pasado rápidamente y nosotros, como la mayoría de las personas, sólo podíamos hacer una que otra conjetura. La mía, la de ese momento, era que habría que esperar para ver si se producía el derrumbe de las estatuas de Lenin, como lo estaban haciendo en esos momentos con las de Stalin. Asistíamos al fin del ciclo del estalinismo, que no se había cerrado a pesar de los innumerables anuncios al respecto, o se iba más allá y se acababa con el modelo instaurado por el padre del modelo soviético.
Al Turco le gustó la metáfora (menos mal, pasé la prueba con esos rudimentos de preceptiva literaria) y sin duda veía con buenos ojos la posibilidad de que el proceso se detuviera en las primeras estatuas. Él consideraba necesario un cambio, pero le horrorizaba pensar que todo lo que ocurría podía conducir al mundo que siempre cuestionó en su poesía. Por mi parte, debo confesar que no me hacía mucha gracia que de un solo golpe se fuera más allá. Eran los años duros de la guerra fría, cuando estábamos casi obligados a tomar una posición dentro del blanco-negro del mundo. Reagan había terminado su segunda presidencia unos meses antes, a Margareth Thatcher aún le quedaba un año entero por delante, en América Latina reinaba esa mediocridad llamada neoliberalismo y los intentos socialdemócratas -a los que yo apostaba y sigo apostando- eran tan débiles que no dejaban espacio para el optimismo.
La conversación la continuamos entrecortadamente en varias ocasiones, pero ya era casi inútil porque el problema se había resuelto: las estatuas de Lenin habían caído estrepitosamente, primero, silenciosamente, después. Cada nuevo derribo tenía menor trascendencia que el anterior. Stalin y Lenin se fueron juntos.
A la luz de los años, y siguiendo en clave de monólogo la conversación con el Turco, me pregunto si eso era inevitable. Mi respuesta inequívoca, rotunda, es que sí, que era inevitable. Siguiendo la idea generalizada que afirma que Stalin deformó el modelo instaurado por Lenin, se podría decir que en el derrumbe Stalin arrastró a Lenin, ya que los errores y excesos de aquel corrompieron al régimen que estaba destinado a ser el paraíso de los hombres en la tierra (siempre hubo ese lenguaje religioso y machista). Pero, si recordamos que Rosa Luxemburg ya le hizo notar a Lenin que su dictadura del proletariado, con partido único y sin pluralismo político, no era la sociedad pregonada por el socialismo y por la Internacional Proletaria, veremos que el problema viene desde el origen.
No fue Stalin el que arrastró a Lenin, los dos se fueron de la mano. Como habían llegado.