Dos anotaciones hechas en el prólogo a su libro Clases, Estado y nación retratan el compromiso intelectual que Julio Cotler mantendría durante toda su vida. Corría el año 1978 y Perú, como la mayoría de países latinoamericanos vivía bajo un régimen dictatorial. Pero, a diferencia de las otras, la peruana cautivó y enroló a muchos académicos de izquierda, mientras las otras los perseguían literalmente hasta la muerte. Cotler se pareció más a estos últimos, no por una militancia política, sino por el compromiso intelectual. Eso le valió la deportación. Para bien de las ciencias sociales, el destino fue México, donde tuvo el tiempo y las condiciones necesarias para redondear la obra en la que estaba trabajando.
El libro se publicó a su retorno, aún bajo la dictadura, cuando esta atravesaba el período conocido como la segunda fase. Ya había hecho agua el reformismo de Velasco Alvarado y el pesismismo invadía a políticos y académicos que no encontraban explicaciones para un fracaso que añadía un eslabón a la larga cadena de frustraciones que ese país arrastraba por lo menos desde el inicio del siglo XX. Fue ahí en el prólogo de esa edición -que, como todos los prólogos, fue escrito cuando el texto ya iba camino de la imprenta-, donde afirmó, primero, que el proyecto inicial era contar solamente con un capítulo introductorio al estudio de esa dictadura militar de dos fases. Sin embargo, lo que el lector tenía en sus manos era un enorme fresco explicativo del proceso político peruano desde la colonia hasta esos días. Adelantándose a las objeciones que podría provocar esa visión retrospectiva, sostuvo que, a diferencia de otros casos, allí no había "existido un corte histórico desde el siglo XVI que haya significado un momento nuevo y diferente en su formación social". Esa percepción de la continuidad -o de ausencia de ruptura- con el pasado colonial y republicano temprano, sería el eje del análisis. Sin duda, fue lo que le convirtió en un clásico inmediato no solo para la comprensión del caso específico, sino de los países latinoamericanos y especialmente de los andinos, porque anclaba la reflexión acerca del presente en los procesos de largo alcance.
Esa primera anotación expresa la perspectiva que Cotler nunca abandonaría y que le dio solidez a su análisis. Totalmente alejado de las explicaciones teleológicas, para las que la historia está escrita de antemano porque responde a leyes inmutables, su actitud fue la de quien la escudriña para encontrar regularidades y particularidades hasta llegar a las explicaciones. Respaldado por esa desacralizada mirada histórica, Julio Cotler fue un agudo observador del presente. Reconoció constantemente su deuda con intelectuales como Jorge Basadre o como el siempre controversial José María Arguedas. Con ello anclaba su reflexión en la preocupación por la construcción del Estado y la nación en unos países que no pudieron -y no han podido todavía- encontrar el camino hacia la integración de sus partes. En la misma línea se situaba su reconocimiento de los esfuerzos de José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre en la política. Todo ello le permitía vencer al escepticismo que predominaba en las explicaciones basadas en la identificación de supuestas características inmanentes de una población heredera del mestizaje. Su formación de antropólogo se enlazó con la vocación de politólogo para producir el texto que, en el lenguaje aún emparentado con el marxismo, apuntaba a explicar los problemas de la "formación social peruana".
La segunda anotación podía haber pasado por un recurso retórico. Con agudeza e ironía declaró que con el libro se proponía encontrar un camino para dejar de ser forastero en su país. Quien la pronunciaba era un académico que pocos años antes había retornado al Perú después de casi una década de estadía en Francia y que pocos meses antes llegó de su exilio. Era también el hijo de inmigrantes moldavos que debieron huir de las barbaridades de la guerra que estaba a las puertas de su pueblo. Era el antropólogo para el que el trabajo de campo de un proyecto específico era la mejor oportunidad para tratar de entender, desde la puna y la selva, la complejidad de un país que empezaba en las afueras de Lima. Era el politólogo, que no podía ser indiferente a los hechos que se sucedían en el día a día de su país y la región. Esa decisión/necesidad de estar ahí, fue un puntal en su compromiso de analizar la realidad inmediata sin instalarse en el ascetismo académico.
El anclaje en la historia y en la realidad presente le convirtieron en referente central para la comprensión de la política peruana. Pero, a la vez, su alejamiento de las pasiones partidistas, su mirada siempre crítica hacia la izquierda y hacia la derecha y su posición de demócrata intransigente le ganaron una fama de pesimista. En realidad, sin que obviara los avances logrados en términos sociales y económicos, su visión del Perú y de América Latina no era la del optimista entusiasta. Estaba totalmente consciente de las dificultades con las que se enfrentaba la construcción de la democracia en nuestros países. No podía pasar por alto los errores de una izquierda voluntarista y una derecha elitista.
Son inolvidables sus intervenciones en eventos académicos, tanto las que se convertían en cátedras, como las que acogían a la polémica. En unas y otras estaba presente el académico que asentaba el análisis político en una sólida formación y en valores que no podían ser dejados de lado. En todas esas ocasiones, como en todos sus textos escritos, el enemigo a combatir era el dogmatismo. Conocida era su indignación ante las manifestaciones de la visión deductivista-fantasiosa que interpreta los hechos y las decisiones de los actores a partir de teorías transformadas en autos de fe.
Para todas las personas, inclusive para quienes discrepaban con él -o, más bien, especialmente para esas personas- la conversación con Julio Cotler siempre fue un aprendizaje. En lo personal tengo grabados varios episodios, tanto en el Instituto de Estudios Peruanos -del que fue fundador y director-, como en otros espacios académicos de Ecuador y América Latina. Rescato, entre esas ocasiones, un día de abril del año 2005, cuando veíamos en tiempo real el derrocamiento de un presidente ecuatoriano de nula recordación por parte de los forajidos, y Julio Cotler barajaba todas las explicaciones posibles. Sin duda, salí de ahí con muchos insumos para comprender el conflicto que se vivía en las calles. Él salió directamente al aeropuerto. En nuestro próximo encuentro refería, con toda la ironía que le caracterizaba, las tres horas que estuvo con todos los pasajeros encerrados en el avión mientras, a pocos metros, en la misma pista, el presidente destituido intentaba abordar un helicóptero. Ninguna experiencia mejor que esa para una persona que dedicó toda su vida a buscar explicaciones para el reino del absurdo.
Con ese libro que sentó precedente en América Latina, con el conjunto de su obra, con la ética académica, Julio Cotler encontró el camino para lograr la excelente combinación de forastero y nativo de América Latina.
El libro se publicó a su retorno, aún bajo la dictadura, cuando esta atravesaba el período conocido como la segunda fase. Ya había hecho agua el reformismo de Velasco Alvarado y el pesismismo invadía a políticos y académicos que no encontraban explicaciones para un fracaso que añadía un eslabón a la larga cadena de frustraciones que ese país arrastraba por lo menos desde el inicio del siglo XX. Fue ahí en el prólogo de esa edición -que, como todos los prólogos, fue escrito cuando el texto ya iba camino de la imprenta-, donde afirmó, primero, que el proyecto inicial era contar solamente con un capítulo introductorio al estudio de esa dictadura militar de dos fases. Sin embargo, lo que el lector tenía en sus manos era un enorme fresco explicativo del proceso político peruano desde la colonia hasta esos días. Adelantándose a las objeciones que podría provocar esa visión retrospectiva, sostuvo que, a diferencia de otros casos, allí no había "existido un corte histórico desde el siglo XVI que haya significado un momento nuevo y diferente en su formación social". Esa percepción de la continuidad -o de ausencia de ruptura- con el pasado colonial y republicano temprano, sería el eje del análisis. Sin duda, fue lo que le convirtió en un clásico inmediato no solo para la comprensión del caso específico, sino de los países latinoamericanos y especialmente de los andinos, porque anclaba la reflexión acerca del presente en los procesos de largo alcance.
Esa primera anotación expresa la perspectiva que Cotler nunca abandonaría y que le dio solidez a su análisis. Totalmente alejado de las explicaciones teleológicas, para las que la historia está escrita de antemano porque responde a leyes inmutables, su actitud fue la de quien la escudriña para encontrar regularidades y particularidades hasta llegar a las explicaciones. Respaldado por esa desacralizada mirada histórica, Julio Cotler fue un agudo observador del presente. Reconoció constantemente su deuda con intelectuales como Jorge Basadre o como el siempre controversial José María Arguedas. Con ello anclaba su reflexión en la preocupación por la construcción del Estado y la nación en unos países que no pudieron -y no han podido todavía- encontrar el camino hacia la integración de sus partes. En la misma línea se situaba su reconocimiento de los esfuerzos de José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre en la política. Todo ello le permitía vencer al escepticismo que predominaba en las explicaciones basadas en la identificación de supuestas características inmanentes de una población heredera del mestizaje. Su formación de antropólogo se enlazó con la vocación de politólogo para producir el texto que, en el lenguaje aún emparentado con el marxismo, apuntaba a explicar los problemas de la "formación social peruana".
La segunda anotación podía haber pasado por un recurso retórico. Con agudeza e ironía declaró que con el libro se proponía encontrar un camino para dejar de ser forastero en su país. Quien la pronunciaba era un académico que pocos años antes había retornado al Perú después de casi una década de estadía en Francia y que pocos meses antes llegó de su exilio. Era también el hijo de inmigrantes moldavos que debieron huir de las barbaridades de la guerra que estaba a las puertas de su pueblo. Era el antropólogo para el que el trabajo de campo de un proyecto específico era la mejor oportunidad para tratar de entender, desde la puna y la selva, la complejidad de un país que empezaba en las afueras de Lima. Era el politólogo, que no podía ser indiferente a los hechos que se sucedían en el día a día de su país y la región. Esa decisión/necesidad de estar ahí, fue un puntal en su compromiso de analizar la realidad inmediata sin instalarse en el ascetismo académico.
El anclaje en la historia y en la realidad presente le convirtieron en referente central para la comprensión de la política peruana. Pero, a la vez, su alejamiento de las pasiones partidistas, su mirada siempre crítica hacia la izquierda y hacia la derecha y su posición de demócrata intransigente le ganaron una fama de pesimista. En realidad, sin que obviara los avances logrados en términos sociales y económicos, su visión del Perú y de América Latina no era la del optimista entusiasta. Estaba totalmente consciente de las dificultades con las que se enfrentaba la construcción de la democracia en nuestros países. No podía pasar por alto los errores de una izquierda voluntarista y una derecha elitista.
Son inolvidables sus intervenciones en eventos académicos, tanto las que se convertían en cátedras, como las que acogían a la polémica. En unas y otras estaba presente el académico que asentaba el análisis político en una sólida formación y en valores que no podían ser dejados de lado. En todas esas ocasiones, como en todos sus textos escritos, el enemigo a combatir era el dogmatismo. Conocida era su indignación ante las manifestaciones de la visión deductivista-fantasiosa que interpreta los hechos y las decisiones de los actores a partir de teorías transformadas en autos de fe.
Para todas las personas, inclusive para quienes discrepaban con él -o, más bien, especialmente para esas personas- la conversación con Julio Cotler siempre fue un aprendizaje. En lo personal tengo grabados varios episodios, tanto en el Instituto de Estudios Peruanos -del que fue fundador y director-, como en otros espacios académicos de Ecuador y América Latina. Rescato, entre esas ocasiones, un día de abril del año 2005, cuando veíamos en tiempo real el derrocamiento de un presidente ecuatoriano de nula recordación por parte de los forajidos, y Julio Cotler barajaba todas las explicaciones posibles. Sin duda, salí de ahí con muchos insumos para comprender el conflicto que se vivía en las calles. Él salió directamente al aeropuerto. En nuestro próximo encuentro refería, con toda la ironía que le caracterizaba, las tres horas que estuvo con todos los pasajeros encerrados en el avión mientras, a pocos metros, en la misma pista, el presidente destituido intentaba abordar un helicóptero. Ninguna experiencia mejor que esa para una persona que dedicó toda su vida a buscar explicaciones para el reino del absurdo.
Con ese libro que sentó precedente en América Latina, con el conjunto de su obra, con la ética académica, Julio Cotler encontró el camino para lograr la excelente combinación de forastero y nativo de América Latina.