Uno de los enfrentamientos que caracterizó a la guerra fría fue el que giró en torno a una palabra: democracia. Cada uno de los dos grandes bloques que se formaron en el nuevo mapa político -y que marcarían la historia mundial del siguiente medio siglo- se asumía a sí mismo como democrático. Incluso buena parte de los que conformaban el bloque soviético se denominaron repúblicas democráticas. Los del otro lado no la incluyeron en su nombre propio, pero reivindicaban a su régimen como democrático. Era evidente que esa palabra había alcanzado un alto grado de valoración.
Pero, esa misma valoración la convirtió en una palabra polisémica, esto es, dotada de varios sentidos y sujeta a la interpretación de los diversos sujetos que la utilizaban. Por ello, por ese carácter relativo, estuvo sujeta más a la connotación que a la denotación. Su significado pasó a depender del contexto en que se la utilizaba y de los sujetos que la expresaban. Junto a las batallas tecnológicas propias de la carrera espacial y de las más cruentas escenificadas en los países del Tercer Mundo, a nivel político, diplomático y académico se desarrolló esta otra que no se reducía a lo semántico. Era una batalla política.
En ese contexto, al inicio de la década de los setenta, Robert Dahl sentó los cimientos de lo que más adelante sería el complejo edificio de la teoría de la democracia. Curiosamente, aunque su tarea fue identificar los elementos constitutivos de la democracia, prefirió no llamarla de esa manera. Apeló a las raíces del griego antiguo y la denominó poliarquía. Su justificación para llamarla de esta manera apelaba al carácter excesivamente complejo de la democracia y a su condición de régimen prácticamente inalcanzable, pero se puede suponer que con ello buscaba también evitar el tedioso debate que provenía del enfrentamiento entre las dos visiones predominantes en ese momento.
El resultado fue una propuesta que sintetizaba (como lo estipula la norma de la parsimonia) los elementos insustituibles de la democracia política o, dicho de otra manera, las condiciones mínimas que deberían concurrir para estructurar un régimen poliárquico. Las libertades de asociación, de expresión, de voto, el derecho a competir por la representación, la existencia de elecciones libres e imparciales, la posibilidad de acceder a fuentes diversas de información y la existencia de instituciones que garanticen que la política de los mandatarios responda a las preferencias de los electores fueron las siete condiciones básicas.
Un planteamiento tan sencillo como ese reconoce las tres herencias que alimentan a las democracias contemporáneas: el gobierno del pueblo, proveniente de la antigua Grecia, la responsabilidad de los mandatarios junto a la responsabilidad del ciudadano, propios de la tradición republicana y la plena vigencia de las libertades y los derechos, como imaginó el liberalismo en su oposición al absolutismo. Nada más y nada menos, todo ello en un concepto sintético creado por ese politólogo que se despidió en febrero de este año a sus noventa y ocho años.
Pero, esa misma valoración la convirtió en una palabra polisémica, esto es, dotada de varios sentidos y sujeta a la interpretación de los diversos sujetos que la utilizaban. Por ello, por ese carácter relativo, estuvo sujeta más a la connotación que a la denotación. Su significado pasó a depender del contexto en que se la utilizaba y de los sujetos que la expresaban. Junto a las batallas tecnológicas propias de la carrera espacial y de las más cruentas escenificadas en los países del Tercer Mundo, a nivel político, diplomático y académico se desarrolló esta otra que no se reducía a lo semántico. Era una batalla política.
En ese contexto, al inicio de la década de los setenta, Robert Dahl sentó los cimientos de lo que más adelante sería el complejo edificio de la teoría de la democracia. Curiosamente, aunque su tarea fue identificar los elementos constitutivos de la democracia, prefirió no llamarla de esa manera. Apeló a las raíces del griego antiguo y la denominó poliarquía. Su justificación para llamarla de esta manera apelaba al carácter excesivamente complejo de la democracia y a su condición de régimen prácticamente inalcanzable, pero se puede suponer que con ello buscaba también evitar el tedioso debate que provenía del enfrentamiento entre las dos visiones predominantes en ese momento.
El resultado fue una propuesta que sintetizaba (como lo estipula la norma de la parsimonia) los elementos insustituibles de la democracia política o, dicho de otra manera, las condiciones mínimas que deberían concurrir para estructurar un régimen poliárquico. Las libertades de asociación, de expresión, de voto, el derecho a competir por la representación, la existencia de elecciones libres e imparciales, la posibilidad de acceder a fuentes diversas de información y la existencia de instituciones que garanticen que la política de los mandatarios responda a las preferencias de los electores fueron las siete condiciones básicas.
Un planteamiento tan sencillo como ese reconoce las tres herencias que alimentan a las democracias contemporáneas: el gobierno del pueblo, proveniente de la antigua Grecia, la responsabilidad de los mandatarios junto a la responsabilidad del ciudadano, propios de la tradición republicana y la plena vigencia de las libertades y los derechos, como imaginó el liberalismo en su oposición al absolutismo. Nada más y nada menos, todo ello en un concepto sintético creado por ese politólogo que se despidió en febrero de este año a sus noventa y ocho años.