Eran los años de remozamiento de la dictadura franquista. Dentro del gabinete se abría paso una corriente que intentaba colocar a España en Europa. Los nuevos ministros (tecnócratas y miembros del Opus Dei) creían que era suficiente con un maquillaje de modernidad, sin entender que para ser parte de ese club de países se necesitaban credenciales democráticas y fuertes estados de derecho. No era suficiente con la tímida apertura de las playas a los bikinis de las escandinavas ni con la sustitución de Joselito por una Marisol que años más tarde relataría la manera en que fue utilizada por la maquinaria propagandística.
A la cabeza de esos intentos estaba un joven Manuel Fraga Iribarne (sí, aunque no parezca, alguna vez fue joven), como ministro de Turismo e Información. En lo primero -el turismo- quiso hacer un guiño a Europa con una modernidad controlada que pronto se le fue de las manos. En lo segundo -la información- hizo lo que mejor sabía hacer y lo que más convenía al régimen dictatorial. Su objetivo central apuntaba a suavizar la imagen de una sociedad sometida por el estricto y brutal control policial y militar. Era mejor dejar ese control en manos de las leyes, concretamente de una ley, la de prensa, expedida en 1966.
Cincuenta y tantos años después, en otro lado del mundo, un gobierno que no nació de una guerra civil ni puede ser considerado como una dictadura, se planteó una meta de modernización similar a aquella. Comenzó a vender "el sueño ecuatoriano", el "sumak kausay" y todas las variantes del pachamamismo que pueda soportar la imaginación, eso sí sin perder de vista la necesidad de controlar el pensamiento y su expresión. Con objetivos tan parecidos, era inevitable que alguien echara mano de la vieja ley de Fraga y que la Asamblea la aprobara en una sesión de apenas veinte minutos. No era necesario más tiempo, si ya estaba probada su eficacia.
Aquí están las dos versiones:
la original de Franco
la de sus discípulos criollos
Hagan ustedes el ejercicio de la comparación y, como en el juego, encuentren las siete diferencias.
A la cabeza de esos intentos estaba un joven Manuel Fraga Iribarne (sí, aunque no parezca, alguna vez fue joven), como ministro de Turismo e Información. En lo primero -el turismo- quiso hacer un guiño a Europa con una modernidad controlada que pronto se le fue de las manos. En lo segundo -la información- hizo lo que mejor sabía hacer y lo que más convenía al régimen dictatorial. Su objetivo central apuntaba a suavizar la imagen de una sociedad sometida por el estricto y brutal control policial y militar. Era mejor dejar ese control en manos de las leyes, concretamente de una ley, la de prensa, expedida en 1966.
Cincuenta y tantos años después, en otro lado del mundo, un gobierno que no nació de una guerra civil ni puede ser considerado como una dictadura, se planteó una meta de modernización similar a aquella. Comenzó a vender "el sueño ecuatoriano", el "sumak kausay" y todas las variantes del pachamamismo que pueda soportar la imaginación, eso sí sin perder de vista la necesidad de controlar el pensamiento y su expresión. Con objetivos tan parecidos, era inevitable que alguien echara mano de la vieja ley de Fraga y que la Asamblea la aprobara en una sesión de apenas veinte minutos. No era necesario más tiempo, si ya estaba probada su eficacia.
Aquí están las dos versiones:
la original de Franco
la de sus discípulos criollos
Hagan ustedes el ejercicio de la comparación y, como en el juego, encuentren las siete diferencias.