Como muchas personas, tengo cierto rechazo a acercarme a las novelas que se han convertido en best sellers. Me surgen ciertas sospechas sobre las estrategias comerciales de las editoriales y, sobre todo, me ataca el temor de desembocar en la frustración. Una fuerte razón, que fue la recomendación de un amigo en quien admiro su criterio literario, influyó para superar esas barreras ante la novela Patria, con la que Fernando Aramburu ganó varios premios y fue considerada como el libro del año 2017.
A través de dos familias de un pequeño pueblo periférico de la conurbación de San Sebastián (o Donostia), la novela se adentra en los efectos de la polarización derivada de los años del plomo, en realidad, en los penúltimos años de ese duro período. La radicalización del hijo de una de las familias y el asesinato del padre de la otra son los detonantes de la ruptura de las relaciones entre ellas y, sobre todo, de la armonía de la vida pueblerina y a la vez democrática en que se desenvolvían. Esos hechos constituyen el tema central de la novela, pero no se agota en ello. Aunque puede ser leída como un testimonio-reflexión sobre el conflicto vasco en un micro-espacio, los asuntos a los que alude abarcan situaciones, conductas, sentimientos y emociones que van mucho mas allá. De manera sintética, se la puede considerar como una novela sobre el absurdo de las pasiones humanas, especialmente sobre aquellas que, con un contenido casi religioso, mueven a las personas a matar o morir.
La patria es la pasión que marca el parteaguas entre las dos familias. La lucha por una patria vasca, en la que se enrola el hijo radicalizado, se plantea como un enfrentamiento a muerte, sin términos medios, sin diálogo, sin posibilidades de un acuerdo de convivencia. No importa que la realidad ponga cada día al frente una realidad diferente a la que se pinta el muchacho y que alimentan sus superiores en la organización. No, en visiones como esa, que movió a ETA por casi medio siglo, la realidad es lo de menos. Lo que importa es la creencia. Es prácticamente un asunto de fe. Es una pasión, que como toda pasión divide al mundo en partes irreconciliables, en buenos y malos que pueden estar divididos por cualquier criterio. En este caso son los propios y los extraños o los nuestros y los otros. Una vez sentados los principios de la pasión, la razón no tiene cabida, es expulsada.
El tema de la novela da para hacer largas reflexiones sobre el conflicto vasco y la estupidez de las acciones terroristas que acabaron con las vidas de cientos de personas, principalmente civiles. Esa puede ser una lectura. Otra es la disquisición que se puede hacer sobre la patria y el absurdo culto que se desarrolla hacia un sitio en que uno nace (por casualidad, nunca voluntariamente, como es todo nacimiento). Esta lectura puede llevar a cuestionar la sacralidad que atribuimos a ciertas cosas o ideas tan deleznables y primitivas como el patriotismo. Pero, quizás la lectura más integradora puede ser la que se haga en torno a esa ansia del ser humano por encontrar una causa por la que esté dispuesto a morir.
Seguramente las explicaciones de su origen se encuentren en la persistencia de la herencia de las diversas religiones que tienen al martirio como una forma de salvación eterna, o quizás se encuentren en estructuras sicológicas fosilizadas, cuyo origen se remonta a los más oscuros antepasados. Pueden ser esa o muchas más, pero lo que interesa no es tanto el origen, sino la permanencia de esas creencias y su función de elementos organizadores de la vida. Resulta inexplicable que se mantengan en sociedades como las contemporáneas, desacralizadas, relativa y potencialmente igualitarias, amparadas por un marco de libertades, que puede aún ser insuficiente, pero sin parangón en la historia mundial.
Sí, esas pasiones se mantienen. Miles o millones de personas están dispuestas a morir por ellas, lo que al fin y al cabo no sería mayor problema para el resto. Pero, lo grave del asunto es que quien está dispuesto a morir por una idea, está de antemano decidido a matar por ella. El mártir quiere morir por una creencia (a la que pretenciosamente llamamos ideal), pero antes quiere llevarse a todos los que pueda porque no merecen vivir si no comparten esa creencia. Además, sabe que será admirado por los suyos, porque supo morir por la causa pero también porque supo matar por ella.
Patria se adentra en ese ámbito oscuro del ser humano. Lo hace en el pequeño mundo de las dos familias que, cada una desde su perspectiva, no logran entender lo que sucede (la relativa empatía de la madre del chico radicalizado no expresa una forma de comprender la situación). La introducción de una creencia primitiva que desequilibra sus vidas obliga a algunos de sus miembros a tratar de erradicarla. La patria del título es el elemento perturbador que, a lo largo de la novela, se buscar eliminar.
Para lograr el tratamiento adecuado y establecer la carga dramática, el narrador omnisciente crea ambientes, dibuja escenas completas y complejas, como tomas de cine con ángulo abierto que permite ver a los personajes en su entorno. Eventualmente, cuando el desarrollo de la acción lo requiere, interviene en la escena para dejar paso al diálogo de los personajes o al monólogo de uno de ellos. Juega con el lenguaje para intercalar palabras o breves textos en euskera, lo que lleva no solamente a situar la acción en el contexto del débil bilingüismo vasco, sino también a traslucir el desdoblamiento identitario (o la indiferencia hacia las identidades marcadas) de los personajes. Cerrando el ángulo de la cámara, logra primeros planos de cada uno de ellos, con sus gestos y sus expresiones.La descripción del pequeño pueblo en la periferia de San Sebatián, con el bar de toda la vida, el interior de las casas de las dos familias, su sencilla vida cotidiana y el entorno de transición entre lo urbano y lo rural son suficientes para saber que se trata de una obra literaria. No es el simple relato, es la construcción del mundo en que se desarrolla la acción.
A través de dos familias de un pequeño pueblo periférico de la conurbación de San Sebastián (o Donostia), la novela se adentra en los efectos de la polarización derivada de los años del plomo, en realidad, en los penúltimos años de ese duro período. La radicalización del hijo de una de las familias y el asesinato del padre de la otra son los detonantes de la ruptura de las relaciones entre ellas y, sobre todo, de la armonía de la vida pueblerina y a la vez democrática en que se desenvolvían. Esos hechos constituyen el tema central de la novela, pero no se agota en ello. Aunque puede ser leída como un testimonio-reflexión sobre el conflicto vasco en un micro-espacio, los asuntos a los que alude abarcan situaciones, conductas, sentimientos y emociones que van mucho mas allá. De manera sintética, se la puede considerar como una novela sobre el absurdo de las pasiones humanas, especialmente sobre aquellas que, con un contenido casi religioso, mueven a las personas a matar o morir.
La patria es la pasión que marca el parteaguas entre las dos familias. La lucha por una patria vasca, en la que se enrola el hijo radicalizado, se plantea como un enfrentamiento a muerte, sin términos medios, sin diálogo, sin posibilidades de un acuerdo de convivencia. No importa que la realidad ponga cada día al frente una realidad diferente a la que se pinta el muchacho y que alimentan sus superiores en la organización. No, en visiones como esa, que movió a ETA por casi medio siglo, la realidad es lo de menos. Lo que importa es la creencia. Es prácticamente un asunto de fe. Es una pasión, que como toda pasión divide al mundo en partes irreconciliables, en buenos y malos que pueden estar divididos por cualquier criterio. En este caso son los propios y los extraños o los nuestros y los otros. Una vez sentados los principios de la pasión, la razón no tiene cabida, es expulsada.
El tema de la novela da para hacer largas reflexiones sobre el conflicto vasco y la estupidez de las acciones terroristas que acabaron con las vidas de cientos de personas, principalmente civiles. Esa puede ser una lectura. Otra es la disquisición que se puede hacer sobre la patria y el absurdo culto que se desarrolla hacia un sitio en que uno nace (por casualidad, nunca voluntariamente, como es todo nacimiento). Esta lectura puede llevar a cuestionar la sacralidad que atribuimos a ciertas cosas o ideas tan deleznables y primitivas como el patriotismo. Pero, quizás la lectura más integradora puede ser la que se haga en torno a esa ansia del ser humano por encontrar una causa por la que esté dispuesto a morir.
Seguramente las explicaciones de su origen se encuentren en la persistencia de la herencia de las diversas religiones que tienen al martirio como una forma de salvación eterna, o quizás se encuentren en estructuras sicológicas fosilizadas, cuyo origen se remonta a los más oscuros antepasados. Pueden ser esa o muchas más, pero lo que interesa no es tanto el origen, sino la permanencia de esas creencias y su función de elementos organizadores de la vida. Resulta inexplicable que se mantengan en sociedades como las contemporáneas, desacralizadas, relativa y potencialmente igualitarias, amparadas por un marco de libertades, que puede aún ser insuficiente, pero sin parangón en la historia mundial.
Sí, esas pasiones se mantienen. Miles o millones de personas están dispuestas a morir por ellas, lo que al fin y al cabo no sería mayor problema para el resto. Pero, lo grave del asunto es que quien está dispuesto a morir por una idea, está de antemano decidido a matar por ella. El mártir quiere morir por una creencia (a la que pretenciosamente llamamos ideal), pero antes quiere llevarse a todos los que pueda porque no merecen vivir si no comparten esa creencia. Además, sabe que será admirado por los suyos, porque supo morir por la causa pero también porque supo matar por ella.
Patria se adentra en ese ámbito oscuro del ser humano. Lo hace en el pequeño mundo de las dos familias que, cada una desde su perspectiva, no logran entender lo que sucede (la relativa empatía de la madre del chico radicalizado no expresa una forma de comprender la situación). La introducción de una creencia primitiva que desequilibra sus vidas obliga a algunos de sus miembros a tratar de erradicarla. La patria del título es el elemento perturbador que, a lo largo de la novela, se buscar eliminar.
Para lograr el tratamiento adecuado y establecer la carga dramática, el narrador omnisciente crea ambientes, dibuja escenas completas y complejas, como tomas de cine con ángulo abierto que permite ver a los personajes en su entorno. Eventualmente, cuando el desarrollo de la acción lo requiere, interviene en la escena para dejar paso al diálogo de los personajes o al monólogo de uno de ellos. Juega con el lenguaje para intercalar palabras o breves textos en euskera, lo que lleva no solamente a situar la acción en el contexto del débil bilingüismo vasco, sino también a traslucir el desdoblamiento identitario (o la indiferencia hacia las identidades marcadas) de los personajes. Cerrando el ángulo de la cámara, logra primeros planos de cada uno de ellos, con sus gestos y sus expresiones.La descripción del pequeño pueblo en la periferia de San Sebatián, con el bar de toda la vida, el interior de las casas de las dos familias, su sencilla vida cotidiana y el entorno de transición entre lo urbano y lo rural son suficientes para saber que se trata de una obra literaria. No es el simple relato, es la construcción del mundo en que se desarrolla la acción.