Simón Pachano
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Hacia ese mundo en que habitamos a través de otras miradas

Palabra, textos...

La Patria, una mentira para matar y morir

13/10/2018

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Como muchas personas, tengo cierto rechazo a acercarme a las novelas que se han convertido en best sellers. Me surgen ciertas sospechas sobre las estrategias comerciales de las editoriales y, sobre todo, me ataca el temor de desembocar en la frustración. Una fuerte razón, que fue la recomendación de un amigo en quien admiro su criterio literario, influyó para superar esas barreras ante la novela Patria, con la que Fernando Aramburu ganó varios premios y fue considerada como el libro del año 2017.

A través de dos familias de un pequeño pueblo periférico de la conurbación de San Sebastián (o Donostia), la novela se adentra en los efectos de la polarización derivada de los años del plomo, en realidad, en los penúltimos años de ese duro período. La radicalización del hijo de una de las familias y el asesinato del padre de la otra son los detonantes de la ruptura de las relaciones entre ellas y, sobre todo, de la armonía de la vida pueblerina y a la vez democrática en que se desenvolvían. Esos hechos constituyen el tema central de la novela, pero no se agota en ello. Aunque puede ser leída como un testimonio-reflexión sobre el conflicto vasco en un micro-espacio, los asuntos a los que alude abarcan situaciones, conductas, sentimientos y emociones que van mucho mas allá. De manera sintética, se la puede considerar como una novela sobre el absurdo de las pasiones humanas, especialmente sobre aquellas que, con un contenido casi religioso, mueven a las personas a matar o morir.

La patria es la pasión que marca el parteaguas entre las dos familias. La lucha por una patria vasca, en la que se enrola el hijo radicalizado, se plantea como un enfrentamiento a muerte, sin términos medios, sin diálogo, sin posibilidades de un acuerdo de convivencia. No importa que la realidad ponga cada día al frente una realidad diferente a la que se pinta el muchacho y que alimentan sus superiores en la organización. No, en visiones como esa, que movió a ETA por casi medio siglo, la realidad es lo de menos. Lo que importa es la creencia. Es prácticamente un asunto de fe. Es una pasión, que como toda pasión divide al mundo en partes irreconciliables, en buenos y malos que pueden estar divididos por cualquier criterio. En este caso son los propios y los extraños o los nuestros y los otros. Una vez sentados los principios de la pasión, la razón no tiene cabida, es expulsada.

El tema de la novela da para hacer largas reflexiones sobre el conflicto vasco y la estupidez de las acciones terroristas que acabaron con las vidas de cientos de personas, principalmente civiles. Esa puede ser una lectura. Otra es la disquisición que se puede hacer sobre la patria y el absurdo culto que se desarrolla hacia un sitio en que uno nace (por casualidad, nunca voluntariamente, como es todo nacimiento). Esta lectura puede llevar a cuestionar la sacralidad que atribuimos a ciertas cosas o ideas tan deleznables y primitivas como el patriotismo. Pero, quizás la lectura más integradora puede ser la que se haga en torno a esa ansia del ser humano por encontrar una causa por la que esté dispuesto a morir.


Seguramente las explicaciones de su origen se encuentren en la persistencia de la herencia de las diversas religiones que tienen al martirio como una forma de salvación eterna, o quizás se encuentren en estructuras sicológicas fosilizadas, cuyo origen se remonta a los más oscuros antepasados. Pueden ser esa o muchas más, pero lo que interesa no es tanto el origen, sino la permanencia de esas creencias y su función de elementos organizadores de la vida. Resulta inexplicable que se mantengan en sociedades como las contemporáneas, desacralizadas, relativa y potencialmente igualitarias, amparadas por un marco de libertades, que puede aún ser insuficiente, pero sin parangón en la historia mundial.

Sí, esas pasiones se mantienen. Miles o millones de personas están dispuestas a morir por ellas, lo que al fin y al cabo no sería mayor problema para el resto. Pero, lo grave del asunto es que quien está dispuesto a morir por una idea, está de antemano decidido a matar por ella. El mártir quiere morir por una creencia (a la que pretenciosamente llamamos ideal), pero antes quiere llevarse a todos los que pueda porque no merecen vivir si no comparten esa creencia. Además, sabe que será admirado por los suyos, porque supo morir por la causa pero también porque supo matar por ella.

Patria se adentra en ese ámbito oscuro del ser humano. Lo hace en el pequeño mundo de las dos familias que, cada una desde su perspectiva, no logran entender lo que sucede (la relativa empatía de la madre del chico radicalizado no expresa una forma de comprender la situación). La introducción de una creencia primitiva que desequilibra sus vidas obliga a algunos de sus miembros a tratar de erradicarla. La patria del título es el elemento perturbador que, a lo largo de la novela, se buscar eliminar.

Para lograr el tratamiento adecuado y establecer la carga dramática, el narrador omnisciente crea ambientes, dibuja escenas completas y complejas, como tomas de cine con ángulo abierto que permite ver a los personajes en su entorno. Eventualmente, cuando el desarrollo de la acción lo requiere, interviene en la escena para dejar paso al diálogo de los personajes o al monólogo de uno de ellos. Juega con el lenguaje para intercalar palabras o breves textos en euskera, lo que lleva no solamente a situar la acción en el contexto del débil bilingüismo vasco, sino también a traslucir el desdoblamiento identitario (o la indiferencia hacia las identidades marcadas) de los personajes. Cerrando el ángulo de la cámara, logra primeros planos de cada uno de ellos, con sus gestos y sus expresiones.La descripción del pequeño pueblo en la periferia de San Sebatián, con el bar de toda la vida, el interior de las casas de las dos familias, su sencilla vida cotidiana y el entorno de transición entre lo urbano y lo rural son suficientes para saber que se trata de una obra literaria. No es el simple relato, es la construcción del mundo en que se desarrolla la acción.

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La novela por sí misma

13/10/2018

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La literatura es forma. El fondo y el tema son secundarios. Sé que es una afirmación arriesgada e incluso puedo aparecer como arrogante e ignorante. Me explico: opino de esa manera porque al leer una novela o un libro de cuentos, no se diga de poesía, busco el lado artístico, el manejo del lenguaje, la capacidad de crear personajes, situaciones y ambientes. Si quiero buscar información voy a otra clase de libros, generalmente a los que estoy obligado -gratamente obligado- a leer a diario por razones de trabajo académico o reviso los periódicos, que también son una obligación diaria y no siempre agradable.

No quiero decir que el fondo y el tema puedan ser cualquier cosa. Guardan una estrecha relación con la forma, tan estrecha que un magnifico tema (como una batalla) que alude a un fondo trascendental (como la opción entre la muerte propia o la del otro) puede terminar en el basurero si no va más allá del relato de los hechos. Por el contrario, una buena forma puede salvar un mal tema y hasta hacer pasable a un fondo débil. El ideal, por supuesto, es que los tres elementos vayan juntos y no se sacrifique a ninguno de ellos por los otros.

Digo todo esto como un lector común, sin formación literaria y sin tratar de colocarme en el plano de experto en el asunto. Lo hago porque me interesa que se diferencie claramente entre los comentarios que hago sobre un texto de ciencia política, de historia, de periodismo de investigación, para poner unos ejemplos, de los que hago sobre novelas y otras piezas literarias. A los primeros los juzgo por su apego a la realidad y por su capacidad de hacer que comprendamos adecuadamente esa misma realidad. A los otros no los juzgo, los disfruto por su calidad artística. 


Se me podrá rebatir diciendo que muchas novelas nos ayudan a entender de mejor manera la realidad que los textos especializados o incluso que las investigaciones periodísticas. Sí, eso puede ocurrir y en efecto ocurre frecuentemente. Pero, incluso cuando se trata de novelas históricas, no se debe olvidar que la novela es ficción. Los personajes reales y las situaciones históricas pasan por la creatividad del autor. Sin esta, no sería literatura, podría ser una biografía o una crónica. La fiesta del chivo no es una biografía de Trujillo, como El hombre que amaba a los perros no lo es de Trotsky ni de Mercader. Son recreaciones de hechos históricos vistos a través de la imaginación y la agudeza de sus autores. Seguramente así fueron las mentes de los dos personajes, enmarañada la del dictador dominicano, fría y amoral la del asesino estalinista, pero no podemos ir más allá de la suposición y de maravillarnos por la capacidad de los autores para construirlas (no reconstruirlas, porque no tenemos constancia de ello ni la literatura requiere de ese dato).

También se me podrá rebatir asegurando que un acertado relato de los hechos puede ser buena literatura, lo que se puede apoyar en Hemingway, Capote y otros autores que dan prioridad al tema a través de una forma cercana a la crónica. Puede ser así, pero vuelvo a lo que dije al inicio. Como decisión estrictamente personal, al leer una novela busco la forma, quiero disfrutar del arte. Es la razón por la que dejé de leer a Bolaño, Murakami, Icaza, Marai, Kundera y a algunos más, que se van por el relato plano o por la especulación discursiva.

Lo repito, digo todo esto desde la posición de un lector que simplemente expresa su gusto. Al fin y al cabo, el arte es antes que nada cuestión de gusto, de placer. Ya sabemos cuál fue la historia cuando, por decreto, se lo quiso poner al servicio de alguna causa. Pero esa es otra historia. Me quedo en la de la novela que se defiende por sí misma.
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