Calle Este-Oeste
Philippe Sands
Publicitado como novela, este libro forma parte más bien de un género de difícil clasificación que abarca la biografía, el relato histórico, la historia, el ensayo y, sí, por supuesto, la narrativa literaria. Una ciudad, un abuelo y tres hombres en un trasfondo de guerra son los elementos que le sirven a Philippe Sands para entrelazar historias personales con los peores horrores a los que puede llegar la humanidad y la búsqueda de justicia.
La ciudad es Lviv, Lwów, Lvov, Lemberg o Lerópolis, la Ciudad de los Leones. Las idas y vueltas en el nombre dan cuenta de los cambios que debió sufrir o, con mayor precisión, que debieron sufrir sus habitantes. No fueron los cambios naturales de una ciudad, con edificios que reemplazan a las casas, calles y barrios que se van añadiendo o vecinos cercanos que llegan a asentarse. Fueron cambios completos de población y, sobre todo, cambios de su pertenencia a un país u otro. En la Edad Moderna, después de haber sido la capital del reino medieval de Galitzia, fue parte de la fugaz Polonia independiente, formó parte del Imperio Austrohúngaro, fue copada por el III Reich alemán y terminó en Ucrania. Solamente entre 1914 y 1945 sufrió ocho cambios de adscripción, todos ellos hechos a espaldas -y a costa de la vida- de la mayoría de sus habitantes. Como organismo vivo, la ciudad no tuvo tiempo de adaptarse a su medio.
En esa ciudad se origina y se centra el relato, porque es en donde se cruzan las vidas de los cuatro personajes centrales. León Buchholz, el abuelo de Sands, nacido allí debe haberse cruzado en las calles o en las cafeterías con Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin que fueron llevados desde pueblos cercanos por sus familias. El cuarto, Hans Frank solamente estuvo de paso en la ciudad, pero no fue necesaria su presencia para que los hombres bajo su mando, en su condición de gobernador de la Polonia ocupada, acaben con más de un tercio de la población. El abuelo y los dos estudiantes de derecho, los tres judíos, salvaron sus vidas al salir a tiempo de la ciudad y de la zona, pero casi todos los integrantes de sus respectivas familias fueron aniquilados.
La barbarie del holocausto es vista desde los ojos de las víctimas y del verdugo. Convencido del destino grandioso del Reich que duraría tres mil años, este último no tuvo reparo en llevar un minucioso diario (que incluso hizo mecanografiar diariamente), en el que consignaba sus acciones y sus pensamientos. El ser un brillante abogado no lo eximió de rendirse a los pies de Hitler y de aferrarse a su doctrina de la superioridad racial. Convencido de la validez de sus creencias, en su fuga después de la caída de Berlín llevó consigo los treinta y ocho volúmenes de sus diarios que, finalmente, se convirtieron en valiosa prueba para los fiscales y jueces de Nuremberg.
Lauterpacht y Lemkin compartieron profesores, pero en distintos años, en la facultad de jurisprudencia de Lvov sin conocerse y sin suponer que, al final de la guerra que aún no comenzaba, ambos desempeñarían un papel fundamental en la construcción de la justicia internacional. Aunque mantenían concepciones radicalmente diferentes acerca del sujeto al que debía proteger el derecho supranacional, ambos compartían la idea básica de que este debía situarse por encima de las constituciones y las leyes de cada país. Lauterpacht sostenía que la legislación internacional (como la nacional) debía proteger al individuo, en tanto que Lemkin acuñaba el término genocidio, para tipificar los crímenes que se realizan en contra de conjuntos sociales por el hecho de ser tales.
Sin que sean excluyentes (como lo demuestra actualmente la legislación de la mayor parte de los Estados de derecho, que tiene como base la protección individual pero reconoce también la condición colectiva), las dos concepciones se enfrentaban por razones más bien tácticas o de procedimiento. Básicamente, Lauterpacht consideraba que al tratar a los crímenes del nazismo como formas de genocidio se podía exacerbar el odio hacia los alemanes en general y caer precisamente en lo que se intentaba condenar. Ciertamente, también fue determinante la potencial reversión del argumento hacia los países que encabezaban el tribunal de Nuremberg. No cabía hacer olas que pudieran remover el pasado colonial inglés, la discriminación racial norteamericana y la persecución a las minorías nacionales por el estalinismo soviético. Lemkin debió esperar a que la recién constituía Organización de las Naciones Unidas recogiera su propuesta en la Resolución 56 tomada en diciembre de 1946.
Las dos concepciones buscaban el desarrollo y el perfeccionamiento de la justicia frente a los crímenes cometidos en nombre de los Estados. La protección del individuo y la del grupo podían convivir, como conviven actualmente en una relación que tiene un solo sentido. Todos los genocidios son crímenes contra humanidad, pero no todos los crímenes contra la humanidad son genocidios. Con esa apreciación, la humanidad dio un enorme salto. Lauterpacht y Lemkin lograron sus objetivos y con ello pudieron rendir el homenaje final a sus familias (y a la de León), a las que no volvieron a ver desde que dejaron la pequeña ciudad de Lvov.
Philippe Sands
Publicitado como novela, este libro forma parte más bien de un género de difícil clasificación que abarca la biografía, el relato histórico, la historia, el ensayo y, sí, por supuesto, la narrativa literaria. Una ciudad, un abuelo y tres hombres en un trasfondo de guerra son los elementos que le sirven a Philippe Sands para entrelazar historias personales con los peores horrores a los que puede llegar la humanidad y la búsqueda de justicia.
La ciudad es Lviv, Lwów, Lvov, Lemberg o Lerópolis, la Ciudad de los Leones. Las idas y vueltas en el nombre dan cuenta de los cambios que debió sufrir o, con mayor precisión, que debieron sufrir sus habitantes. No fueron los cambios naturales de una ciudad, con edificios que reemplazan a las casas, calles y barrios que se van añadiendo o vecinos cercanos que llegan a asentarse. Fueron cambios completos de población y, sobre todo, cambios de su pertenencia a un país u otro. En la Edad Moderna, después de haber sido la capital del reino medieval de Galitzia, fue parte de la fugaz Polonia independiente, formó parte del Imperio Austrohúngaro, fue copada por el III Reich alemán y terminó en Ucrania. Solamente entre 1914 y 1945 sufrió ocho cambios de adscripción, todos ellos hechos a espaldas -y a costa de la vida- de la mayoría de sus habitantes. Como organismo vivo, la ciudad no tuvo tiempo de adaptarse a su medio.
En esa ciudad se origina y se centra el relato, porque es en donde se cruzan las vidas de los cuatro personajes centrales. León Buchholz, el abuelo de Sands, nacido allí debe haberse cruzado en las calles o en las cafeterías con Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin que fueron llevados desde pueblos cercanos por sus familias. El cuarto, Hans Frank solamente estuvo de paso en la ciudad, pero no fue necesaria su presencia para que los hombres bajo su mando, en su condición de gobernador de la Polonia ocupada, acaben con más de un tercio de la población. El abuelo y los dos estudiantes de derecho, los tres judíos, salvaron sus vidas al salir a tiempo de la ciudad y de la zona, pero casi todos los integrantes de sus respectivas familias fueron aniquilados.
La barbarie del holocausto es vista desde los ojos de las víctimas y del verdugo. Convencido del destino grandioso del Reich que duraría tres mil años, este último no tuvo reparo en llevar un minucioso diario (que incluso hizo mecanografiar diariamente), en el que consignaba sus acciones y sus pensamientos. El ser un brillante abogado no lo eximió de rendirse a los pies de Hitler y de aferrarse a su doctrina de la superioridad racial. Convencido de la validez de sus creencias, en su fuga después de la caída de Berlín llevó consigo los treinta y ocho volúmenes de sus diarios que, finalmente, se convirtieron en valiosa prueba para los fiscales y jueces de Nuremberg.
Lauterpacht y Lemkin compartieron profesores, pero en distintos años, en la facultad de jurisprudencia de Lvov sin conocerse y sin suponer que, al final de la guerra que aún no comenzaba, ambos desempeñarían un papel fundamental en la construcción de la justicia internacional. Aunque mantenían concepciones radicalmente diferentes acerca del sujeto al que debía proteger el derecho supranacional, ambos compartían la idea básica de que este debía situarse por encima de las constituciones y las leyes de cada país. Lauterpacht sostenía que la legislación internacional (como la nacional) debía proteger al individuo, en tanto que Lemkin acuñaba el término genocidio, para tipificar los crímenes que se realizan en contra de conjuntos sociales por el hecho de ser tales.
Sin que sean excluyentes (como lo demuestra actualmente la legislación de la mayor parte de los Estados de derecho, que tiene como base la protección individual pero reconoce también la condición colectiva), las dos concepciones se enfrentaban por razones más bien tácticas o de procedimiento. Básicamente, Lauterpacht consideraba que al tratar a los crímenes del nazismo como formas de genocidio se podía exacerbar el odio hacia los alemanes en general y caer precisamente en lo que se intentaba condenar. Ciertamente, también fue determinante la potencial reversión del argumento hacia los países que encabezaban el tribunal de Nuremberg. No cabía hacer olas que pudieran remover el pasado colonial inglés, la discriminación racial norteamericana y la persecución a las minorías nacionales por el estalinismo soviético. Lemkin debió esperar a que la recién constituía Organización de las Naciones Unidas recogiera su propuesta en la Resolución 56 tomada en diciembre de 1946.
Las dos concepciones buscaban el desarrollo y el perfeccionamiento de la justicia frente a los crímenes cometidos en nombre de los Estados. La protección del individuo y la del grupo podían convivir, como conviven actualmente en una relación que tiene un solo sentido. Todos los genocidios son crímenes contra humanidad, pero no todos los crímenes contra la humanidad son genocidios. Con esa apreciación, la humanidad dio un enorme salto. Lauterpacht y Lemkin lograron sus objetivos y con ello pudieron rendir el homenaje final a sus familias (y a la de León), a las que no volvieron a ver desde que dejaron la pequeña ciudad de Lvov.