Simón Pachano
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Leer, releer. Debatir, rebatir. Armar, desarmar...

Libros y más lecturas

Individuo, sociedad, crimen y justicia

2/3/2021

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Calle Este-Oeste
Philippe Sands

Publicitado como novela, este libro forma parte más bien de un género de difícil clasificación que abarca la biografía, el relato histórico, la historia, el ensayo y, sí, por supuesto, la narrativa literaria. Una ciudad, un abuelo y tres hombres en un trasfondo de guerra son los elementos que le sirven a Philippe Sands para entrelazar historias personales con los peores horrores a los que puede llegar la humanidad y la búsqueda de justicia. 

La ciudad es Lviv, Lwów, Lvov, Lemberg o Lerópolis, la Ciudad de los Leones. Las idas y vueltas en el nombre dan cuenta de los cambios que debió sufrir o, con mayor precisión, que debieron sufrir sus habitantes. No fueron los cambios naturales de una ciudad, con edificios que reemplazan a las casas, calles y barrios que se van añadiendo o vecinos cercanos que llegan a asentarse. Fueron cambios completos de población y, sobre todo, cambios de su pertenencia a un país u otro. En la Edad Moderna, después de haber sido la capital del reino medieval de Galitzia, fue parte de
la fugaz Polonia independiente, formó parte del Imperio Austrohúngaro, fue copada por el III Reich alemán y terminó en Ucrania. Solamente entre 1914 y 1945 sufrió ocho cambios de adscripción, todos ellos hechos a espaldas -y a costa de la vida- de la mayoría de sus habitantes. Como organismo vivo, la ciudad no tuvo tiempo de adaptarse a su medio.

En esa ciudad se origina y se centra el relato, porque es en donde se cruzan las vidas de los cuatro personajes centrales. León Buchholz, el abuelo de Sands, nacido allí debe haberse cruzado en las calles o en las cafeterías con Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin que fueron llevados desde pueblos cercanos por sus familias. El cuarto, Hans Frank solamente estuvo de paso en la ciudad, pero no fue necesaria su presencia para que los hombres bajo su mando, 
en su condición de gobernador de la Polonia ocupada, acaben con más de un tercio de la población. El abuelo y los dos estudiantes de derecho, los tres judíos, salvaron sus vidas al salir a tiempo de la ciudad y de la zona, pero casi todos los integrantes de sus respectivas familias fueron aniquilados.

La barbarie del holocausto es vista desde los ojos de las víctimas y del verdugo. Convencido del destino grandioso del Reich que duraría tres mil años, este último no tuvo reparo en llevar un minucioso diario (que incluso hizo mecanografiar diariamente), en el que consignaba sus acciones y sus pensamientos. El ser un brillante abogado no lo eximió de rendirse a los pies de Hitler y de aferrarse a su doctrina de la superioridad racial. Convencido de la validez de sus creencias, en su fuga después de la caída de Berlín llevó consigo los treinta y ocho volúmenes de sus diarios que, finalmente, se convirtieron en valiosa prueba para los fiscales y jueces de Nuremberg.

Lauterpacht y Lemkin compartieron profesores, pero en distintos años, en la facultad de jurisprudencia de Lvov sin conocerse y sin suponer que, al final de la guerra que aún no comenzaba, ambos desempeñarían un papel fundamental en la construcción de la justicia internacional. Aunque mantenían concepciones radicalmente diferentes acerca del sujeto al que debía proteger el derecho supranacional, ambos compartían la idea básica de que este debía situarse por encima de las constituciones y las leyes de cada país. Lauterpacht sostenía que la legislación internacional (como la nacional) debía proteger al individuo, en tanto que Lemkin acuñaba el término genocidio, para tipificar los crímenes que se realizan en contra de conjuntos sociales por el hecho de ser tales.

Sin que sean excluyentes (como lo demuestra actualmente la legislación de la mayor parte de los Estados de derecho, que tiene como base la protección individual pero reconoce también la condición colectiva), las dos concepciones se enfrentaban por razones más bien tácticas o de procedimiento. Básicamente, Lauterpacht consideraba que al tratar a los crímenes del nazismo como formas de genocidio se podía exacerbar el odio hacia los alemanes en general y caer precisamente en lo que se intentaba condenar. Ciertamente, también fue determinante la potencial reversión del argumento hacia los países que encabezaban el tribunal de Nuremberg. No cabía hacer olas que pudieran remover el pasado colonial inglés, la discriminación racial norteamericana y la persecución a las minorías nacionales por el estalinismo soviético. Lemkin debió esperar a que la recién constituía Organización de las Naciones Unidas recogiera su propuesta en la Resolución 56 tomada en diciembre de 1946.

Las dos concepciones buscaban el desarrollo y el perfeccionamiento de la justicia frente a los crímenes cometidos en nombre de los Estados. La protección del individuo y la del grupo podían convivir, como conviven actualmente en una relación que tiene un solo sentido. Todos los genocidios son crímenes contra humanidad, pero no todos los crímenes contra la humanidad son genocidios. Con esa apreciación, la humanidad dio un enorme salto. Lauterpacht y Lemkin lograron sus objetivos y con ello pudieron rendir el homenaje final a sus familias (y a la de León), a las que no volvieron a ver desde que dejaron la pequeña ciudad de Lvov.


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La libertad releída

16/3/2017

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EL hombre sin alternativa
Leszek Kolakovski
Alianza Editorial, Madrid, 1970


Después de muchísimo tiempo –un tiempo que se cuenta en décadas, no solo en años- volví a leer los once artículos compilados en El hombre sin alternativa. Una vez más pude comprobar cuánta razón tienen quienes afirman que la apreciación de un libro depende de la circunstancia en que lo leemos. En realidad, a pesar de que se trate de la misma edición, el mismo ejemplar con los subrayados y las anotaciones del momento, su contenido ya no es el mismo. En la nueva lectura, el lector lo reescribe.

 
Esa reescritura comienza con el ejercicio de volver en el tiempo, lo que exige recordar los intereses que me llevaron a la primera lectura y las condiciones en que realicé esta. Fue en los agitados años setenta, en el Chile de Salvador Allende. Allí, mientras se debatía apasionadamente sobre el difícil momento que se vivía, había tiempo también para debatir -y sobre todo la necesidad de hacerlo- sobre principios y utopías. Alimentados por la reciente experiencia del mayo francés y de otros eventos que sacudieron al mundo, buscábamos fervorosamente respuestas a las inquietudes que ya no podían ser satisfechas con los dogmas largamente conservados por la izquierda. En ese contexto, el invalorable maestro y gran amigo Federico García nos guió, a quienes éramos sus alumnos, hacia la lectura de este libro. La visión crítica del marxismo, que veníamos buscando con nuestros escasos instrumentos, encontró un punto de afianzamiento en estos artículos. Por ello, no exagero si digo que para muchos de nosotros fue una lectura que marcó un antes y un después.
 
El libro fue publicado por Alianza Editorial en 1970, pero los artículos que lo conforman fueron escritos entre 1956 y 1959. Era el momento de la tibia desestalinización que creaba expectativas de apertura democrática en los países de la órbita soviética. Por ello, un eje transversal del conjunto de artículos es el debate marxista sobre la construcción de un régimen alternativo al capitalismo. La posibilidad de reformas internas que pudieran llevar a la democratización es una tensión que está presente en esos textos. Sin embargo, es evidente el pesimismo de Kolakovski que anuncia, como se pudo comprobar casi dos décadas después, que esa alternativa solamente era posible con la abolición total del régimen.
 
La relectura tiene mucha importancia en este aspecto porque es un tema que ha vuelto a cobrar importancia en los últimos años. Como si no hubiera colapsado el socialismo real, se lo ha colocado nuevamente sobre la mesa con la irrupción de fuerzas políticas que genéricamente se enmarcan en los socialismos del siglo XXI. El libro nos sitúa en la Polonia de los años cincuenta, que luchaba por la abolición del régimen autoritario, pero a la vez nos pone frente a nuestro propio tiempo, en que han retornado muchas de las ideas que se buscaba sepultar en aquella lucha de hace más de medio siglo. Leer a Kolakovski puede ser una dolorosa comprobación de los retrocesos de la historia, pero también nos da los instrumentos apropiados para enfrentarlos.


Cada uno de los artículos gira en torno al tema de la libertad individual frente al Estado y de la responsabilidad de este hacia la sociedad. Es una tensión que nunca dejará de tener actualidad. En estricto sentido, la obra de Kolakovski es un alegato sobre la libertad individual, en una tensión entre el marxismo y el liberalismo. Aunque nunca aparece planteada de esa manera, sin duda esa es su preocupación. Obviamente, no fue esa mi percepción en aquellos años de la primera lectura, pero sí encuentro en las anotaciones al margen la preocupación por la eterna contraposición entre los derechos de la persona y la acción del Estado (más que la acción, ahora me preocupan los límites de este último). Es un intento, muy temprano en el tiempo, de superar la lectura doctrinaria del marxismo y de buscar alternativas dentro del propio pensamiento de izquierda. Ahora lo veo como la contraposición con el liberalismo, que en el libro no es explícita, pero que está ahí, como lo reconocería Kolakovski en trabajos posteriores.

Su visión del momento que le tocó vivir no es, de ninguna manera, ingenua ni se encierra en los aspectos coyunturales. Lo hace desde la reflexión filosófica y en ese sentido más que un testimonio del momento los artículos son guías para el debate. En síntesis, El hombre sin alternativa no solo mantiene su actualidad, sino que puede convertirse en un excelente referente para el debate del momento.

Pero, más allá de la polémica dentro de la izquierda, las reflexiones de Kolakovski abordan problemas universales del pensamiento político. Su preocupación central es la ética, tanto en su dimensión política, como en su expresión cotidiana. En ese sentido, su reflexión sobre la máxima que justifica el uso de medios arbitrarios para la obtención de fines altruistas -de origen jesuita e injustamente atribuida a Maquiavelo- constituye un aporte sustancial, especialmente en un momento como el actual en que el pragmatismo tiende a imponerse.

Es un libro que no envejece. Al releerlo bajo una circunstancia nueva, vuelve a provocar preguntas. Eso sí, cada vez más complejas que en la ocasión anterior. Las respuestas quedan, como siempre, a cargo del lector que termina por reescribir el texto.



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